sábado, 9 de julio de 2011

El «preso 3.000» de Navalcarnero

Juanjo tocó fondo al ser condenado a 12 años. O paraba o moría. En Navalcarnero sigue el programa de la Unidad de Atención al Drogodependiente

Fibroso, de apenas 1,70 metros de estatura y ojos negros de mirada profunda, el rostro de Juanjo, de 37 años, refleja «los palos de la vida». Sin embargo, a la vez transmite una sensación de calma propia de alguien que es muy consciente de que ya le quedan pocas oportunidades. Está convencido de que es ahora o nunca; que o supera el programa de desintoxicación de la Unidad de Atención al Drogodependiente (UAD) de la cárcel de Navalcarnero (Madrid), en el que además de trabajadores de la prisión participan también la Asociación Punto Omega y la Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid, o que su futuro se escribirá con letras de luto. Tiene dos cosas a su favor: lo que parece una determinación total por dejar la cocaína y haberse podido acoger a un proyecto que puede presumir de que el 87 por ciento de los que llegan hasta el final del tratamiento no han vuelto a cometer delitos. «El programa —dicen sus responsables—, no está pensado para salir antes de prisión, sino para no volver. Esa es la clave del éxito».

Juanjo sale ahora a la luz como ejemplo, pero su historia no difiere en mucho de la de los 2.999 compañeros que le precedieron, ni de la de los muchos que aún están en lista de espera. Acepta hablar con ABC porque cree que a alguien le puede ayudar conocer su historia. Y lo hace a pesar de que su «minuto de gloria» ya le esté costando las bromas del resto de compañeros de módulo. «¡Es el 3.000 GT!», levanta la voz un recluso, entre la risa de todos.

El protagonista comenzó a fumar porros a los 16 años. Como siempre, se juntaron varios factores: el matrimonio de sus padres hacía aguas y él, por alguna razón que aún hoy no se explica, se sintió rechazado por su pandilla de siempre tras discutir con uno de sus amigos. «Me junté con lo peor porque me sentía querido. Con ellos pasé a la heroína y más tarde a la cocaína, que me destruyó la capacidad de pensar». Y relata: «Al final ya ni comía, solo algún bollo que ni siquiera me acababa porque necesitaba la coca... Hasta diez gramos en un día. Tenía coche y llevaba a gente a los poblados a comprar droga a cambio de que me dieran algo. Pero necesitaba cada vez más. Jamás imaginé que acabaría con un cuchillo en la mano y tirado en la calle. Una noche atraqué a cinco personas. Necesitaba el dinero para consumir. Me detuvieron y me han caído doce años». Le quedan ocho y medio. No había marcha atrás.

«Contrato terapéutico»

El programa de la UAD es duro, pero todos los que lo siguen lo saben muy bien porque deben firmar un «contrato terapéutico» en el que se le especifican las normas de obligado cumplimiento. Romperlas supone apartarlos, al menos temporalmente. «En mi caso —cuenta Juanjo—, pedí entrar después de haber pasado por el módulo 9, el de respeto. Allí coincidí con un amigo aún más vicioso que yo, que me dijo que estaba limpio gracias a este programa. Me lo puso por las nubes. No le creí, pero acepté vivir con él en su “chabolo”. Tres meses después no se había fumado ni un porro. La verdad es que por aquella época yo ya no consumía coca, pero sí hachís, a escondidas de los funcionarios. Me di cuenta de que seguía teniendo una adicción y que si consumía “maría” era porque no tenía otra cosa a mano. Al ver cómo estaba mi amigo di el paso y solicité el tratamiento».

La decisión no era fácil, porque, al pasar del módulo de respeto al 3, Juanjo perdía calidad de vida. «Pero estaba decidido a hacer las cosas bien», y así lo valoraron los técnicos, que le admitieron en el programa. «En nuestra opinión —explica Silvia, psicóloga de Punto Omega— una de las ventajas de este método es que el interno no se limita solo a seguir un determinado tratamiento en una comunidad terapéutica cerrada, sino que queremos que también participe en el resto de actividades del centro. Es cierto que es exponerles a un riesgo, pero deben acostumbrarse a superarlo porque en la calle también los hay. Ademas, deben tener herramientas para superar recaídas; la prioridad es cambiarles su forma de vida. Lo hacemos con un plan progresivo que tiene cuatro fases y una duración aproximada de dos años y medio, aunque los plazos son siempre flexibles. Y al estar involucrada la Agencia Antidroga de la Comunidad, se les hace un seguimiento en el exterior». «Pero también —añade José Luis, psicólogo del centro penitenciario— les dejamos muy claro que este programa está al margen de su situación penitenciaria, que no es una puerta falsa para recuperar la libertad, aunque en algún caso, si se dan el resto de las condiciones, puede ayudar a que la logren».

Juanjo parece haberlo entendido, porque una juez le acaba de denegar un permiso y él lo entiende y acepta: «Quiere esperar a ver cómo evoluciono con el tratamiento; me parece normal. Su respuesta me da esperanzas». Admite que tiene compañeros, sobre todo jóvenes, que «reconocen que si están en el programa es para intentar salir antes. Les miro y me veo a mi mismo hace años».

Sonrisa orgullosa

El recluso compagina las mañanas de escuela —«he sacado sobresaliente de media en quinto de la ESO», explica con sonrisa orgullosa—, con tardes de reuniones terapéuticas, talleres ocupacionales e incluso polideportivo. De momento se encuentra en el nivel más básico del programa porque lleva poco tiempo en él, pero ya le ha dado tiempo a apreciar las diferencias con otros tratamientos de desintoxicación que había abandonado. «También nos enseñan teoría, que es importante, y en mi caso he encontrado mucha ayuda en el estudio de la Biblia». Cuando se le pregunta qué tiene previsto hacer cuando pise otra vez la calle, sonríe y responde con una comparación: «La otra vez pedí dinero a mi padre, pagué a una prostituta para tener sexo y con el resto compré droga; ahora solo quiero estar en casa, con mi familia, para que vean que es verdad que quiero cambiar, que no es como las otras veces». Hay esperanza.


El centro penitenciario ya cuenta con toda la plantilla
En las últimas semanas han visitado el centro, que aún no tiene un nombre oficial, el director general de Instituciones Penitenciarias, Antonio Puig, y el director general de la Sociedad estatal de Infraestructuras y Equipamientos Penitenciarios (SIEP) ...
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