El 25 de mayo de 2011 sucedió algo insólito en una oficina de Vitoria, la capital de Euskadi, el País Vasco. Tras medio siglo de violencia terrorista, de 829 asesinatos perpetrados por la organización terrorista ETA, de varias generaciones que han crecido en Euskadi entre el miedo y la falta de libertad, dos desconocidos se sentaban cara a cara.
Mientras el país entero hablaba sobre el final de la banda, estos dos hombres lo escenificaban, de forma privada, en esa sala.
Uno era una víctima del terrorismo, cuyo padre fue asesinado en 1980 y aún no conoce quiénes fueron los culpables. El otro, un preso condenado por pertenecer a ETA, con delitos de sangre, que ha llegado a la conclusión de que la violencia no tiene sentido y se ha apartado del grupo.
El primero quería saber el porqué de muchas cosas. Por qué la persona que tenía enfrente había sido un terrorista, por qué había matado, cómo podía vivir con eso, qué lo condujo a la organización que destrozó la vida de su madre y de sus seis hermanos. El segundo quería, sobre todo, pedir perdón.
Como ellos, otras seis personas se reunieron de a dos esos días de mayo. A solas o con un mediador. Algunas en la cárcel; otras, si era posible –porque el preso estaba ya en régimen de semilibertad– afuera.
Las víctimas, que habían accedido a escuchar lo que los internos tenían que decir, han puesto voz y rostro a los estragos de los asesinatos cometidos por la banda; los enfrentaron a las consecuencias personales de los atentados; a lo que significa una familia rota en nombre de una supuesta lucha patriótica.
Sólo uno de los damnificados era víctima directa del preso con el que se encontró. Se sentó a hablar, frente a frente, con la persona que había asesinado a su familiar más querido. Fue la reunión más complicada desde lo emocional.
Las otras tres víctimas se reunieron con reclusos de la banda que hablaron como exmiembros de una organización jerárquica en la que ellos no elegían a sus víctimas: cumplían órdenes. Todos eran de alguna manera partícipes y responsables de cada una de las muertes.
Iniciativa de los reclusos. Todo empezó hace un año, más o menos. Algunos presos de la banda que habían abandonado la violencia y pedido por escrito perdón a las víctimas empezaron a hablar, en la cárcel de Nanclares de Oca, en Álava –donde están recluidos los disidentes que se apartaron de ETA–, de la posibilidad de organizar un encuentro con víctimas.
Querían hacer algo más que firmar un modelo de carta de perdón como las que han rubricado todos ellos.
Instituciones Penitenciarias (dependencia del gobierno que se encarga de las cárceles), que ha llevado a cabo otros programas de mediación en los últimos años, pidió a un equipo de expertos que se encargara de la experiencia piloto.
Había que contactar con víctimas que pudieran estar interesadas y ofrecer la posibilidad a los presos que ya habían dado un paso adelante rechazando la violencia.
La mediación se basa en que el delincuente sea consciente del daño que ha causado; si no, no tiene sentido.
La Oficina de Víctimas del Gobierno Vasco eligió a un grupo de seis personas que consideraba que quizá, por su trayectoria vital, podrían querer probar la experiencia.
Se organizó una primera reunión, en la que el mediador explicó los pormenores del programa e hizo especial hincapié en que el preso no recibiría nada por su participación.
Después se habló con los presos. Se ofreció el programa a más de 20 de Nanclares de Oca (Álava).
Seis (los que participaron en la primera fase) lo tuvieron claro desde el principio. Hubo otros que quedaron fuera porque temían represalias hacia sus familiares si sus nombres salían a la luz en el futuro; otros mantenían un discurso aún demasiado autojustificativo sobre su participación en actos terroristas, lo que no los hacía idóneos para reunirse con una víctima. Otros prefirieron esperar para ver cómo resultaban los primeros encuentros.
Sin recompensa. Los encuentros son confidenciales y no hay ningún tipo de contraprestación ni beneficio penitenciario para los presos. Es la forma de garantizar que su interés es sincero, que no buscan ninguna ventaja que vaya más allá del plano estrictamente personal.
Las víctimas, como no podía ser de otra forma, no están obligadas a perdonar. La idea es que hablen, que escuchen si lo desean. Que puedan expresar todo lo que quieran a quien tienen adelante. Pueden abandonar el programa en cualquier momento, si así lo desean. Es otro de los principios básicos del proceso.
Las motivaciones de cada uno para participar han sido distintas. En el caso de las víctimas, todas con un profundo trabajo psicológico a sus espaldas –todos eran hijos o viudas de asesinados por ETA–, ha pesado más el futuro que el pasado. No tenían claro que la experiencia les fuera a ayudar en lo personal y aseguraban que no necesitaban que les pidieran perdón.
Su verdadero motor era la esperanza de que quizá ese paso pudiera suponer un pequeño avance hacia la reconciliación en Euskadi. Hacia la creación de un futuro en paz donde no haya olvido, pero en el que sus hijos y nietos pudieran vivir sin odio.
Los presos que han participado pertenecen al grupo de reclusos que se atrevieron a expresar en público que la violencia no sirvió para nada; que le dijeron a ETA que ya no tiene sentido y abandonaron su disciplina. Aún son minoría.
No llegan a 30 los que han sido trasladados al País Vasco, cerca de sus familiares, a Nanclares de Oca, gracias a su rechazo explícito del terrorismo.
Los que han llegado a la mediación, además, son personas convencidas de que sus acciones sólo han generado sufrimiento. A los asesinados y a sus familias, pero también a ellos mismos. Han querido liberar su dolor por el daño causado pidiendo perdón; servir de ejemplo; colaborar con la construcción de un País Vasco en paz.
Porque en Euskadi, a pesar de la esperanzadora perspectiva de estar asistiendo al final de ETA, aún queda mucho por hacer. Lo más complicado, construir la convivencia sin olvidar el pasado y alcanzar una normalidad aún hoy inexistente.
A casi todos los participantes en el programa –víctimas y victimarios– les preocupaba cómo se iba a entender su decisión en sus respectivos mundos. Por esta inquietud, en este artículo no aparecen nombres ni circunstancias que revelen la identidad de los participantes.
Una vez elegidas las personas que participarían en el proyecto, los mediadores se entrevistaron en varias ocasiones de forma individual con cada víctima y con cada preso, para ir preparando el encuentro.
De las seis víctimas, dos prefirieron no llevarlo a cabo en ese momento y recibieron una carta escrita por los asesinos de su familiar.
Otras cuatro siguieron adelante. En cuanto a los presos, en uno de los casos el mediador consideró que aún no era conveniente el encuentro cara a cara. El recluso pidió perdón por escrito.
A finales de mayo, llegó el momento para el que se habían estado preparando. Todos acudieron con incertidumbre, sin tener muy claro cómo iban a reaccionar ellos mismos ni sus interlocutores.
Tras pasar una hora o dos juntos, se estrecharon la mano o se dieron un abrazo. Se intercambiaron sus correos electrónicos con la sensación de que el encuentro había sido terapéutico y de que habían dado un paso hacia una convivencia normal en Euskadi.
La segunda fase del programa de mediación ya está en marcha. Otras ocho personas participan en el proyecto. Cuatro víctimas y cuatro presos que podrán encontrarse próximamente, si así lo desean.
Hablar de presos
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