El tono grueso con el que el PSOE ha empezado la campaña del 22-M, agarrándose precisamente a la legalización de Bildu como argumento para arremeter contra los populares, es síntoma de que teme que el fallo del Constitucional le pase factura en las elecciones. Dos vicepresidentes -Rubalcaba y Chaves- y el secretario general del partido, Blanco, acusaron ayer al PP de deslegitimar las instituciones con sus críticas a la resolución del Tribunal, acusándolo de ser «la derecha de la derecha» y «la derecha extrema». Especialmente lenguaraz estuvo Rubalcaba, que tachó de «abyectas» e «incompatibles con la democracia» las manifestaciones de los populares.
Sólo un día después de su contenida declaración tras el Consejo de Ministros, Rubalcaba, en un nuevo ejercicio de transformismo, volvió a erigirse en látigo de la oposición. Es el riesgo que entraña reunir en la misma persona la figura de ministro del Interior, portavoz del Gobierno y candidato in pectore de su partido. Todo indica que está buscando, como sea, la misma fórmula que Zapatero perseguía en las generales de 2008 y que le confió a Gabilondo fuera de micrófono. «Nos interesa que haya tensión», señaló.
A decir verdad, el PP no ha dicho nada abyecto. Al contrario, ha respondido con mesura al fallo del Constitucional y a la decisión del PSOE de usar este Tribunal como correa de transmisión: no ha cuestionado su fidelidad al Pacto Antiterrorista y mantiene el apoyo al Gobierno de Patxi López.
El problema que tiene el PSOE es que, como revela la encuesta de Sigma Dos, la mayoría de españoles está con la posición que han defendido los populares, contrarios a que Batasuna volviera a las instituciones. Rubalcaba sabrá qué beneficios puede reportarle en el futuro su estrategia con Bildu-Batasuna, pero a los candidatos socialistas en estas elecciones les ha dejado en una situación muy complicada. Al Constitucional, también. A España, lo veremos.
“En septiembre de 2003, el PP de Aznar desbordaba al PSOE de Zapatero por 13 puntos, según las encuestas más solventes. El déficit había alcanzado la cota cero. La deuda era la menor de los grandes países europeos. El paro descendía vertiginosamente. El crecimiento económico anual se hacía imparable y nos acercaba a las naciones más poderosas de la zona euro. El superávit de la Seguridad Social se encaramaba en cifras impensables. La herencia que recibió Aznar, con la nación al borde de la quiebra, se había transformado, siete años después, en general prosperidad. En política internacional ocupábamos un papel de máximo relieve como interlocutores de Blair y Bush. Aznar, en fin, tenía ganadas las elecciones generales y hubiera confirmado la mayoría absoluta conquistada en el año 2000. Decidió, sin embargo, cumplir con su compromiso personal que debiera establecerse constitucionalmente: no más de ocho años en la presidencia del Gobierno. Y, en pleno triunfo de apoyos y de cifras, decidió irse dejando la candidatura a la presidencia del Gobierno en manos de Mariano Rajoy, cuando muchos consideraban que el hombre más adecuado era Rodrigo Rato.
Aznar, pues, se fue. A Rodríguez Zapatero le han echado. Y han sido los suyos los que se han recreado en escabecharle. Alfonso Guerra le dedicó editoriales devastadores en su revista. El periódico adicto le ha fustigado sin piedad. Felipe González ha sido implacable con el inquilino de Moncloa. Los barones más prestigiosos, Solana, Solchaga, Almunia, han adoptado posiciones inequívocas. Varios presidentes de comunidad o aspirantes a serlo le exigieron públicamente que se largase y no siguiera haciendo daño. Y al final Zapatero se fue porque le echaron. Y lo ha hecho con el déficit público disparado, el riesgo de intervención europea alarmante, la deuda creciendo, cerca de 400.000 empresas cerradas y unas cifras de paro, que si se contaran los empleados públicos contratados durante la crisis para enmascarar la realidad, han superado los 5.000.000 de personas. Zapatero, además, vendió la unidad de España por un plato de escaños catalanes y negoció de tú a tú, y genuflexo, con la banda terrorista Eta. En política internacional se alineó con el eje Castro, Chávez, Evo y Ortega.
Adolfo Suárez se fue porque temía ser derrotado por Felipe González en una moción de censura, a lo que habría que añadir la desafección del Rey, el ruido de sables, la rebelión de los suyos y el acoso feroz de los medios de comunicación. Calvo-Sotelo, un gran presidente, trabajador y ordenado, carecía de capacidad de comunicación y pasó de 167 diputados a 12. Felipe González ganó cuatro elecciones generales, tres de ellas por mayoría absoluta, y perdió la quinta por la mínima. Aznar se fue porque decidió hacerlo en la apoteosis de su éxito. Y a Zapatero, tras convertirse en presidente por accidente en 2004 y arruinar a una nación que le dejaron en plena prosperidad, le han echado los suyos porque su nombre garantizaba una derrota abultada.
Esta es, en fin, la realidad política e histórica. Las tergiversaciones que se están haciendo difícilmente engañarán a una opinión pública como la española, cada vez más avezada. Ha pasado el tiempo de los embustes, las ocurrencias y las camelancias. Que se lo digan a Zapatero, agazapado en su madriguera monclovita”.
de la Real Academia Española
Los magistrados discrepantes con la sentencia que permite a la coalición proetarra Bildu estar en las elecciones municipales del 22-M tienen fundadas sospechas de que días antes de la deliberación final existía una sentencia que estimaba su recurso.
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