“Nada hay de particularmente nuevo en nuestro actual problema
con las drogas. Ni nada hay particularmente nuevo en prever una vuelta
al libre mercado de drogas. No necesitamos redescubrir la pólvora para
resolver nuestro problema con las drogas. Todo lo que necesitamos es
dejar de actuar como chiquillos tímidos, crecer y ponernos en pie”, dice
Thomas Szasz. Una sentencia vigente en esta época de guerras.
Una de las numerosas leyendas de origen bíblico que han cuajado en
Galicia se refiere a la creación de esta tierra por un “despiste” de
Dios. Como bien saben, según el cuento bíblico, al séptimo día descansó
(Génesis 2:2) y, sin querer, apoyó una de sus manos, se supone que
enormes en nuestra concepción antropomórfica, en esta parte del planeta.
Las rías gallegas son, así, la huella de la mano del Creador. Esta
especial orografía hizo posible, milenios más tarde, que Galicia fuese
un Edén para los introductores de cocaína colombiana en los años ochenta
del siglo pasado.
Vayamos
un poco más atrás: la llegada de la cocaína a esta parte en concreto de
Europa no se entendería sin la presencia anterior de otros tráficos y
de una organización predispuesta a dejar circular todo tipo de
sustancias ilegales. Galicia, al igual que México, es tierra de
frontera. Al sur, con Portugal, un país casi hermano en lo que se
refiere a lengua y costumbres y, si nos ponemos históricos, al norte con
Inglaterra “mar por medio” (con esta fórmula se escribían los legajos
testamentarios en el norte de Galicia para referirse a las fincas que
terminaban en el mar Cantábrico). En tiempos de la Segunda República
española —la que luego sería derrotada en la guerra civil por el
dictador, también gallego, Francisco Franco— ya se producía el fenómeno
del estraperlo, comercio ilegal de artículos sujetos a impuestos (sobre
todo tabaco y café) a lo largo de toda la “raia” —raya, límite— con
Portugal. Con la llegada de la dictadura franquista, y debido
fundamentalmente a una posguerra que dejó a gran parte de España sumida
en la miseria y el hambre, estos tráficos aumentaron, puesto que el
Estado sometía a racionamiento gran cantidad de artículos de primera
necesidad. Son innumerables las historias de estraperlistas huyendo de
la guardia civil en las fronteras de Lugo y Ourense, las provincias que
lindan con Portugal.
Con la llegada de la democracia, a finales de los setenta, no terminó
el asunto. Se habían implantado ya las primeras bateas, los criaderos
de mejillones que han convertido a Galicia en uno de los mayores
productores mundiales de este molusco, y sus estructuras flotantes eran
ideales para guardar el tabaco que venía —libre de impuestos— de
América. El “winston de batea” llegó a ser más caro que la marca oficial
de la Tabacalera española, pero daba un estatus más chic. Al igual que
los viejos estraperlistas, los contrabandistas de tabaco eran tolerados
por la población en general, en una región española que siempre estuvo a
la cola en la mayor parte de índices económicos, debido sobre todo al
exacerbado centralismo de Madrid. Cuando aún se pensaba que el tabaco
incluso podía tener efectos beneficiosos para la salud —¡tanto nos han
mentido las tabaqueras!—, los que se buscaban la vida con su contrabando
en Galicia habían establecido una tupida red de influencias y
complicidades. Estaban metidos los principales sectores primarios
—madereros y pescadores— y su producto servía para comprar voluntades en
otros estamentos. Tanto es así que, ya casi desaparecido (aunque dicen
que vuelve a repuntar por la crisis económica), a los grandes líderes
contrabandistas apenas les supuso penas de cárcel y el Estado se limitó a
incautar una mínima parte de las sustanciosas ganancias que obtuvieron.
Pesqueros con casi diez millones de cajetillas que llegaron a entrar
reportaban jugoso dinero a muchas familias humildes.
Sin embargo, muchos de aquellos contrabandistas dieron el paso hacia
la cocaína, una sustancia que conlleva en este país las condenas más
duras de toda Europa. Y es justo en la cárcel donde se establecieron las
primeras conexiones entre los contrabandistas de tabaco y los primeros
colombianos que trabajaban para los cárteles y buscaban rutas a Europa
para su “fariña” (harina, nombre con el que se llamaba vulgarmente a la
cocaína en Galicia).
Testimonio de un antiguo narco
Luis (nombre ficticio) aún está cumpliendo condena, pero en libertad
condicional. Por un poco menos de un kilogramo de cocaína con una pureza
del 82% —colombiana auténtica— le sentenciaron a nueve años de prisión.
Venía —y ya llevaba en el negocio varios años, con muchos kilos
transportados— de Vilagarcía de Arousa (la ría de Arousa era el núcleo
de entrada de la cocaína en Galicia) y en una inspección inesperada de
su vehículo le encontraron el alijo. Su historia es un prototipo de
otras muy similares en estas tres décadas de narcotráfico en Galicia.
“Yo empecé a consumir cocaína sobre los 21 años. Trabajaba en un bar,
por la noche, y era entonces una droga —hablamos de principios de los
años ochenta del siglo XX— totalmente desconocida aquí. Eso de poder
consumir un día o una semana seguida y no notar que te enganchase hizo
que no se le adjudicase la gravedad de otras como la heroína, que ya
estaba causando numerosos problemas entonces. Pero claro, comienzas
esporádicamente, luego fines de semana y, ya se sabe, llega un momento
en que no te lo pasas tan bien si no consumes. Es como sucede con la
bebida: lo asocias con la diversión y llega un momento en que si no
bebes te parece que no te puedes divertir. Pero el tirón psicológico es
mucho más fuerte que con el alcohol, te lo digo por experiencia”, cuenta
Luis, con el que compartí muchos días de biblioteca en una cárcel de
Lugo en la que en aquel momento también estaba un sobrino de uno de los
principales capos del narcotráfico gallego, Sito Miñanco (alias de José
Ramón Prado Bugallo, hoy en una cárcel de Castilla con una larga
condena).
“Yo el vicio sí me lo podía pagar, pero empecé a trabajar como
comercial y a viajar. En parte era por salir del ambiente nocturno, a
ver si podía controlar o moderar el consumo de coca, pero hete aquí que
un día me llaman para hacer un contacto en una tienda de Vilagarcía de
Arousa. El propietario de la tienda era un chico más joven que yo y
conectamos muy bien desde el primer momento, no sólo a nivel ventas,
sino también en lo personal. En la segunda ocasión en que nos vimos,
tomando algo, ya salió el asunto. Coincidía que entonces le había
cambiado el radiocasete al automóvil (era cuando aún no venían
integrados) y este contacto me suelta: ¡Anda, si es el mismo que usa un
primo mío. Es el mejor de esta marca! Resulta que su primo era uno de
los destacados narcos de Vilagarcía. Entonces aproveché, al principio
para comprar barato para mi propio consumo, pero vi claro el negocio
enorme que era aquello y empecé a moverme. En la zona de donde yo soy
—que se niega a decir— la droga era bastante cara, pues no entraba por
allí y los precios estaban disparados, además de que la calidad no era
tan buena. Entonces les comencé a comentar a mis camellos y vi la
oportunidad de oro para convertirme en distribuidor y ganarme un
dinero”, relata.
Dinero fácil y rápido
“Yo no empecé con ninguna idea de llegar a nada, simplemente para
cubrir mi consumo y sacar un dinerillo extra para algunos lujos”,
explica Luis. “En una operación de unas horas me ganaba lo mismo que
viajando de comercial tres meses, así que era muy tentador. Sólo por un
kilo me podían pagar tres mil dólares de entonces, y eran operaciones
que, si tenías contactos, podías repetir varias veces en un mes”. En
cuanto a sus contactos en la meca del narcomercado gallego, Luis relata
que conoció a todo tipo de narcos. “Los había muy, pero que muy
discretos, más poderosos que el chico que me inició en el narcomenudeo,
gente que nunca te creerías que estaban metidos en el ajo y que aún
ahora no se sabe y siguen, o ya han salido sin que se haya sabido ni los
hayan relacionado. Han tenido la suerte de que han visto el negocio en
su punto más floreciente y han sabido retirarse. Lo que marcó el punto
de inflexión fue la Operación Nécora”.
La nécora es un crustáceo muy apreciado en la gastronomía gallega. Si
no está en una mariscada —parrillada de mariscos típica— ésta no es
completa. Con el nombre de este decápodo (tiene diez patas) se bautizó
la principal operación contra el narcotráfico en Galicia, mal instruida
en sus inicios —1990— por el archiconocido juez Baltasar Garzón y que,
tras muchos retruécanos, consiguió meter en la cárcel sobre todo a
segundones de los principales capos. Un libro de parte —el que lo
escribió está en una asociación antidroga— cuenta los pormenores
(algunos exagerados, con relaciones entre mafias difíciles de comprobar)
de esta operación. Se trata de La operación Nécora: Colombia-Sicilia-Galicia, triángulo mortal, de Felipe Suárez.
“Hasta la Operación Nécora cualquier persona, más o menos, podía
ganar dinero con la cocaína descaradamente, sin demasiadas precauciones
incluso”, continúa Luis. “A partir de ella se estableció como un filtro:
sólo siguieron los narcos inteligentes, los más preparados. Antes había
una permisividad total por parte de las fuerzas de seguridad: muchas de
ellas estaban compradas. De hecho, hubo que cambiar hasta cinco veces a
los mandos de la guardia civil en determinados puertos de entrada. Eran
primos de los narcos muchas veces, o familia en algún grado, o habían
estudiado con ellos. Al aparecer Garzón se metió policía secreta que
nadie conocía, que llegaban como turistas o viajantes, y paralelamente
en el tiempo coincide con la irrupción de la telefonía móvil y los
escáners, una tecnología que creyeron los narcotraficantes que les iba a
beneficiar, pero que resultó letal para sus fines, pues ellos no sabían
entonces que era más fácil pinchar un móvil que un teléfono fijo”,
asegura.
Droga: ¿cuánta y de dónde?
“La cocaína de Galicia era toda de Colombia. Alguna partida pequeña
podía venir de Perú o Brasil, en contenedores. Pero la llamada ‘cocaína
de descarga’, la de las planeadoras (embarcaciones pequeñas de muchos
caballos de potencia para acercar la droga desde los grandes pesqueros
en alta mar hasta las recónditas playas de Arousa), venía toda directa
de Colombia. Los gallegos metían la droga de los colombianos y les
pagaban con la misma cocaína: la mitad era para ellos. De mil kilos
llegados, 500 se quedaban para distribuir aquí. El resto ya los movían
los colombianos desde Madrid, donde los procesaban aún más, por sus
rutas por España y Europa. En aquellos años 80% o más de la cocaína
consumida en Holanda, Italia y otros países había tocado tierras
gallegas. Los colombianos establecidos aquí, que eran secciones de los
grandes cárteles, suministraban sobre todo el Levante español (Valencia y
sur de España). Galicia abastecía sobre todo el norte de España, desde
el País Vasco y Asturias hasta León. También se fletaban desde aquí
barcos deportivos para Inglaterra u Holanda, con partidas “pequeñas”, de
200 o 300 kilos. Desde aquí no solía haber correos gallegos hacia otros
lados”, apunta Luis.
Unos narcotraficantes con mucha suerte
¿Cómo se llevaban los narcotraficantes gallegos entre ellos? Según su
experiencia, y luego de haber tratado a muchos, Luis puede asegurar que
“eran bastante colegas, podían hablar mal unos de otros, pero no se la
jugaban entre ellos. Procuraban cuidarse de los que habían estado en la
cárcel y habían salido demasiado pronto, pues podía tratarse de chivatos
y no ofrecían confianza. Sólo los muy grandes llevaban algún tipo de
protección, como armas o guardaespaldas. Entre ellos pactaban los
precios de salida de la coca, se ponían de acuerdo y prestaban ayuda con
la red de apoyo (desde empresarios de la madera o de los mejillones que
blanqueaban dinero o usaban sus naves industriales para guardar el
material hasta los que fabricaban planeadoras para traslados rápidos a
la costa). Y también se ayudaban mucho en el asunto de la lotería”.
¿La lotería?, pregunto con ingenuidad. “Sí, la zona de Arousa en
Galicia es de las más afortunadas de España en cuanto a sorteos de
lotería. En esos años tocaba muchas veces. Los narcos buscaban a los
auténticos ganadores por todo el país y les ofrecían más dinero que el
del premio (por ejemplo, si en la loto tenías un boleto ganador de 10
millones de pesetas, ellos te daban 12 en dinero B). Se han dado casos
muy simpáticos de ciertas oficinas bancarias que colaboraban con los
narcos en este blanqueo por la lotería y algunos días, en que tocaba
inspección de Hacienda en la sucursal, los banqueros distribuían esas
cantidades no justificadas de los narcos en pequeñas sumas entre todos
los clientes. Entonces llegaba un cliente al cajero automático y se
encontraba con un saldo millonario, cuando su cuenta era la de un
trabajador normal. Era una situación que sólo duraba unas horas, claro,
para encubrir las cuentas relacionadas con los narcotraficantes”, aclara
Luis.
“Ahora no hay aquello. Los grandes capos están en la cárcel. Los
colombianos ya no operan por Galicia, aunque siguen en España. Si entra
algo es muy poquito en relación con lo que había. A mí durante años me
supuso vivir muy bien, a todo lujo, una tranquilidad económica muy
grande pero siempre con miedo a que me pasara algo, que finalmente me
pasó, ya que perdí mi libertad. A nivel de salud me emparanoié bastante,
consumí más de lo deseable, tuve problemas con mis relaciones amorosas
pues no dormía y eso me perjudicó. A día de hoy no quiero saber de ese
mundo, pues trae más perjuicios que beneficios. Cuando eres joven te
crees inmortal, que nunca te van a pillar y todo eso. La gente que sigue
en este negocio muchos años es porque no consume: si eres cocainómano
bajas la guardia y, tarde o temprano, caes”, termina Luis. Los
colombianos han perdido la confianza de los gallegos. En estas tres
décadas de relación apenas ha habido violencia: los muertos por ajustes
de cuentas o venganzas no pasan de uno por año. Pecata minuta si lo
comparamos con un solo año en, por ejemplo, los estados mexicanos de
Sinaloa o Chihuahua. Desde el año 2000 la infraestructura de los narcos
galaicos se fue desmantelando como quien retira capas a una cebolla. Se
imputó a los que blanqueaban, a los que “arreglaban” las planeadoras, a
los que guardaban la droga y “no sabían” de quién era. Los frutos de
todo aquel dinero aún se pueden ver en muchos lugares de Arousa: grandes
tiendas de marca que no tienen a nadie que compre, jóvenes sin trabajo
pero con grandes automóviles de lujo, enormes casonas que necesitarían
varios criados sólo para mantener limpia la piscina. Los narcos, en su
mayoría grandes devotos de la Virgen María —sobre todo de la del Carmen,
que es la que protege a los marineros— ya no ponen tantos billetes de
200 euros en los mantos de las figuras que sacan en procesión durante
las romerías de sus pueblos.
Cárcel y estatus de los distintos narcos
En mi turismo carcelario por España conocí a unos cuantos
narcotraficantes. Ramón era colombiano y compartimos abogado. En aquella
cárcel madrileña enseguida consiguió contactos para que le dieran un
puesto de trabajo y seguir manteniendo a su familia en Colombia. No era
casualidad: el dinero, cuando fluye a espuertas, corrompe cualquier
estamento. En el mismo módulo conmigo estaba, en esos mismos meses,
Fulbert, un congoleño que se metió a pasar cocaína para poder juntar
dinero y cumplir su sueño de ser actor en Hollywood, o al menos
especialista en artes marciales. A Fulbert, no sé si por el color de su
piel o porque no tenía dinero, lo más que le dejaron hacer en aquella
cárcel de Madrid fue impartir un cursillo gratuito de iniciación al
jiujitsu, un arte marcial de los varios que practicaba. Tampoco a
Matthew, mi compañero de celda, que intentó buscarse la vida
introduciendo coca en Inglaterra desde Sudáfrica —sólo a un novato se le
ocurre pasar por el aeropuerto de Barajas, el más vigilado de Europa en
cuanto a sustancias estupefacientes se refiere— le ofrecieron ese
puesto remunerado de trabajo.
Pero hablábamos de Galicia: en los dos penales en los que estuve la
principal droga, con la que también se traficaba, era la legal. Me
explico: las pastillas eran lo más socorrido para colocarse. Sobre todo
el Trankimazin, un ansiolítico benzodiazepínico de acción corta. Décadas
antes los presos se colocaban casi hasta la muerte con rohipnoles,
hasta que fueron prohibidos. Pero en la cárcel también entra droga
foránea, generalmente introducida por familiares de presos en sus
cavidades corpóreas más recónditas. Los carceleros suelen comentar en
privado que estaban más contentos antes, cuando sabían que lo que los
colocaba los dejaba tranquilos (porros de hachís, sobre todo). Ahora,
con las nuevas pastillas, las reacciones de los presidiarios pueden ser
de extrema violencia. Un empastillado puede atacarte simplemente porque
lo miras, como me ha pasado alguna vez.
En el penal de Teixeiro (A Coruña) compartí celda con Brian, un
holandés al que apresaron con 600 gramos de cocaína. Brian fue mulero
(llevaba la cocaína en su estómago) durante varios años cubriendo rutas
por todo el mundo, desde Venezuela hasta Singapur. También cayó en
Barajas. La pena que le impusieron aquí fue de cinco años, pero gracias a
los acuerdos judiciales con Holanda, apenas cumplió dos y lo
extraditaron a su país, donde hasta dos kilos no se considera tráfico y
tan sólo imponen multas. Allí salió libre al llegar. ¿Tiene algún
sentido la prohibición de drogas con distintas penas según el país del
mundo en que estés? Sí, claro, para las mafias que operan con ella, pues
supone variar el precio. Cuanto más peligro, mayor precio, más negocio.
También más capacidad de corrupción.
Los consumidores se adaptan a los tiempos. Como explica Thomas Szasz en su libro Nuestro derecho a las drogas,
estamos pasando a un “comunismo químico”. La industria farmacéutica,
con la ayuda del control estatal, está sustituyendo las sustancias con
las que el ser humano se ha colocado desde tiempos inmemoriales. Hasta
aparecen estudios sobre las sustancias que corren diluidas por nuestros
ríos y casi todas ellas son para atontar a la humanidad. A mucha gente
hay que recordarle que la cocaína fue legal —se compraba en farmacia— en
Europa durante mucho tiempo. En Holanda —el único país en el mundo que
se atrevió a tener una política permisiva con respecto a los
estupefacientes— llegó a haber una fábrica de cocaína en Amsterdam que
abastecía sobre todo a los soldados drogadictos durante la Primera
Guerra Mundial. Esta fábrica se reconvirtió en 1942 y pasó a fabricar
—¿no lo adivinan?— anfetaminas para colocar a los alemanes en la Segunda
Guerra. La relación entre la guerra y las drogas viene de muy lejos (en
el Imperio Romano había plantaciones de cannabis en ambos
márgenes del territorio conquistado, los soldados romanos no eran más
valientes que los demás, iban más colocados). Pero ésa es otra historia.
El libro de Szasz termina así: “Nada hay de particularmente nuevo en
nuestro actual problema con las drogas. Ni nada hay particularmente
nuevo en prever una vuelta al libre mercado de drogas. No necesitamos
redescubrir la pólvora para resolver nuestro problema con las drogas.
Todo lo que necesitamos es dejar de actuar como chiquillos tímidos,
crecer y ponernos en pie”. Tantas décadas de prohibición y de lucha
contra una palabra (drogas) ya han visto lo que ha traído. Quizás sea
hora de que se prueben otras opciones, de que nos pongamos en pie.
Aunque todos nos tememos que hay demasiados intereses creados como para
revertir esta situación, que no es consecuencia más que de las leyes que
impuso Estados Unidos al mundo sobre determinadas sustancias. El
Imperio, ¿recuerdan? ®
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