La semana pasada fuimos muchos los que entonamos el “soy minero” para
sumarnos a la lucha de quienes marchaban hacia Madrid desde las
comarcas mineras. Esta semana somos también muchos los que apoyamos la
protesta de los funcionarios. Tal vez no seamos tantos ahora como los
que aplaudíamos a los integrantes de la ‘marcha negra’, y tampoco
extrañaría, pues todo lo que en los mineros es admiración y cariño
acumulado durante siglos, en el caso de los funcionarios es vilipendio y
caricatura también de siglos. Si en el imaginario popular los mineros
son los héroes de la clase obrera, en ese mismo imaginario los
funcionarios suelen aparecer como un cuerpo gandul, parásito y
privilegiado, material abundante para chistes y diana fácil para el
resentimiento de los trabajadores más explotados.
Como comprenderán, no voy a perder un minuto en desmentir esa imagen negativa.
No lo haré por varios motivos: porque tenemos todo el año para
señalar deficiencias y proponer cambios en la función pública, y hacerlo
en el momento en que son atacados es hacerle el juego a los atacantes. Y
porque diga lo que diga, siempre aparecerá alguien dispuesto a negar la
mayor y relatar una larga lista de faltas cometidas por funcionarios de
las que ha sido testigo. Que entre los funcionarios hay actitudes
indolentes, desleales y aprovechadas, por supuesto: como las hay en
cualquier rincón de un país como este, donde todo un ex presidente de la
patronal se dedica a esconder dinero en Suiza
tras arruinar varias empresas. Y digo más: lo natural sería que se
extendiesen los comportamientos indolentes, desleales y aprovechados,
pues poca entrega, compromiso y esfuerzo cabe esperar de quienes son
maltratados una y otra vez.
Lo importante es que, pese a estar tan arraigados en el imaginario
popular esos tópicos antifuncionarios, estos días la solidaridad con los
trabajadores públicos está siendo grande. Seguramente mayor de la que
podía esperar el Gobierno, que quizás contaba con que el recorte a los
“privilegiados” funcionarios sería aceptado e incluso aplaudido por
quienes peor lo están pasando, pero no está siendo así.
Una vez más, como pasó con los mineros, la calle se convierte en
espacio recuperado donde se producen intensos encuentros y reencuentros,
marcados por gestos de emoción colectiva: otra vez vemos abrazos,
muestras espontáneas de apoyo, cláxones acompañando los cortes de
tráfico, y hasta policías que dejan escapar señales de simpatía,
funcionarios ellos también al fin y al cabo. También en las redes
sociales se multiplican los mensajes y campañas insólitas, como ese
rotundo “gracias funcionarios” tan extendido, y que en otro momento tal vez habría sonado a broma a no pocos que hoy lo enarbolan.
Que recibamos con abrazos a los mineros tiene un pase, no sorprende a
nadie, por esa condición heroica que conservan desde hace siglos. Pero
que nos pongamos cariñosos con los funcionarios son palabras mayores,
debe de pensar el Gobierno, que confiaba en que en tiempos de escasez no
nos conmovería el hachazo a quienes disfrutan de tantos privilegios:
seguridad laboral, días de libre disposición, trienios, ayudas sociales,
horarios decentes y por lo general condiciones menos abusivas que en la
empresa privada… Es decir, derechos laborales legítimos a los que todos
deberíamos aspirar, y que en el nuevo lenguaje de estos tiempos se
convierten en privilegios que deben ser eliminados para igualarnos a
todos por abajo. Imagino el desconcierto del presidente y sus ministros:
“Si los parados, los precarios, los ajustados y los desposeídos apoyan a
los privilegiados, estamos perdidos”.
Ayer todos éramos mineros, hoy todos somos funcionarios, de la misma
forma que todos somos parados (con los que se ensaña cruelmente el
Gobierno), todos somos cuidadores de personas dependientes (cuyo
optimista “derecho de la dependencia” se ha esfumado en cuanto han
adelgazado las vacas gordas de ayer), y mañana si hace falta todos
seremos jubilados (pues las pensiones no están a salvo de próximos
tijeretazos). Sigan la línea de puntos y encontrarán cuál es el común
denominador de todos los colectivos afectados por la crisis y las
políticas anticrisis: no lo es ser ciudadanos, pues ni la crisis ni las
políticas de recortes afectan por igual a todos los ciudadanos (ahí
están los ciudadanos banqueros, los ciudadanos ejecutivos o los
ciudadanos con grandes fortunas). Lo que une a todos los colectivos
sacrificados es que son trabajadores. Así se entiende mejor:
trabajadores mineros, trabajadores públicos, trabajadores en paro,
trabajadores que cuidan personas dependientes, trabajadores jubilados.
Puede parecer una obviedad a estas alturas, pero de repente los
mineros o los funcionarios toman la calle y nos lo vuelven a recordar:
que la llamada crisis es un expolio de dimensiones históricas a los
trabajadores; un saqueo de nuestro trabajo, nuestros salarios, nuestros
derechos, nuestros servicios públicos; una transferencia de riqueza
desde los bolsillos mermados de la clase trabajadora hacia las cuentas
blindadas de los campeones de la crisis, los que no pagan precio por sus
errores ni sufren los recortes.
En eso consiste la llamada crisis, y sólo cuando seamos del todo
conscientes de que no es sólo un asunto de ciudadanía indignada sino de
trabajadores en lucha, seremos capaces de contener ese expolio.
¡POR CIERTO!, ¿DÓNDE ESTABAN LOS PIBES DE SAPACAÍ CON SU MAREA AZUL...?,...DICE EL TONTOLBÚNKER, QUÉ LA COSA NO IBA CON ELLOS, ¡AH!!!!
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