Más de la mitad de los internos de Jaén II volverá a
delinquir, una cifra que se reduciría si aumentasen los índices de
insersión laboral
A medianoche se apagan las luces en los módulos de la
prisión provincial Jaén II. Es el momento en el que los 649 internos
sueñan con lo que harán el día que salgan. Las estadísticas que maneja
Instituciones Penitenciarias dicen que más de la mitad de ellos, entre
el 50 y el 55%, volverán a tropezar en la misma piedra, y acabarán de
nuevo entre rejas. Pero muchos saldrán adelante. Esta vez o a la
siguiente. «Aquí ponemos todos los medios para que tengan una
oportunidad. Han cometido un delito, pero el día que salen son uno más.
Aquí pueden estudiar, aprender un oficio y hasta trabajar. Pero si nadie
les apoya cuando salgan, volverán a lo fácil, a lo que saben hacer. A
robar. Por eso necesitamos empresas que les den una oportunidad», dice
el director del centro, Juan Antonio Marín Ríos. Es consciente de que en
una provincia con una tasa de paro de casi el 30% lo que dice son
palabras mayores. Pero es el sueño de la mayoría de los presos.
Sergio Carrasco Gómez, de 24 años, se sabe «un
privilegiado». Cumple su tercera condena. Huérfano, se salió del
instituto pronto. Nunca había trabajado. Iba al parque. Se enroló en la
‘quinta de 88’, una hornada de delincuentes que ha traído de cabeza a
las autoridades durante una década. Ahora la mayoría cumple condena. «Me
juntaba con los otros, con gente mayor. Para mí eran como ídolos.
Quería tener su fama en la calle, con las nenas ...». Acumuló arrestos y
luego condenas. A los 18 ingresó por robo por primera vez. «Entraba y
salía igual que entré». Enganchado a la coca y los porros. «Ésto le ha
pasado factura a mi familia, casi dejé de hablar con mis hermanos. Ahora
estoy en la UTE (unidad terapéutica) y me ha venido bien. Tengo dos
niños chicos. Los veo una vez al mes, sé de ellos. Me he sacado el
graduado escolar y estoy en primero de bachillerato. Aquí estoy haciendo
lo que no había hecho nunca en mi vida. No quiero imitar a nadie. Tengo
mi personalidad. Y soy un privilegiado por estar en el taller».
En la cárcel ha logrado lo que nunca hizo en la calle:
tener un trabajo, montando faros para Valeo. La mitad de lo que gana
allí lo dona al fondo del módulo, para los compañeros que no tienen
recursos. Y sabe que le esperan fuera. «Mi hermano tiene una empresa de
muebles de cocina. Si me ve cambiado y valgo, tengo una oportunidad.
Sólo quiere que no engañe más. Tiene que salir de mí. Sólo quiero
responder. Y que la gente a la que hice mal me perdone».
En la UTE se hace un trabajo de reconstrucción de
personas que han ingresado destruidas por la droga. Es un espacio
atípico en prisión, pese a que en la de Jaén hay dos módulos con más de
140 internos. Además de los temas carcelarios, se habla de
«sentimientos», de «familia». Palabras sobre las que algunos no habían
reflexionado nunca. Tipos que siempre han ido de duros, curtidos y con
biografías espeluznantes, no pueden sujetar una lágrima cuando oyen a
sus compañeros contar sus experiencias. Varios internos están visitando
institutos para contar su historia a los alumnos. Van 47 salidas ya.
La primera vez
Antonio Camacho Gómez, de 38 años, nunca había tenido
problemas con la ley hasta que se quedó parado en 2006. «No tenía
estudios, había sido peón de todo, lo que salía». Con mujer y dos hijos,
las facturas se acumulaban. Llegó la carta del desahucio. «Sólo pensaba
en salir del atolladero». Cogió un cuchillo y se puso a robar. ‘El
atracador del periódico’, le pusieron en Comisaría. Ocultaba el arma
bajo un diario en la decena de golpes que dio. «Me cogieron y a la
cárcel del tirón», con una condena de más de diez años de la que ha
cumplido ya la mitad.
El primer año y medio, en un módulo tradicional, fue un
infierno. «La jungla. Sólo acumulaba rencor y odio hacia mí y hacia los
demás. Te pasabas las 24 horas defendiéndote». Luego lo seleccionaron
para un módulo de respeto. «Al principio no me quería mover, cuando ya
tienes un nombre y te has hecho hueco, es normal. Pero me ha cambiado la
vida», asegura. Se ha sacado el carné de conducir, aprobó la prueba de
acceso a la Universidad y va sacando asignaturas de Trabajo Social.
Actualmente hay catorce internos haciendo estudios universitarios a
distancia.
En la cárcel de Jaén ya no hay módulos de los de toda la
vida. Ahora todos son o bien de respeto, donde los internos aceptan
someterse a una normas, como mínimo a asearse diariamente y a cuidar su
aspecto y el del lugar donde viven, o bien Unidades Terapéuticas.
Prácticamente todos los internos participan en algún curso o taller: el
de hostería (15 alumnos) el taller de confección, el de faros, los
viveros. «Hay más o menos ciento ochenta internos trabajando», apunta el
director. Además hay cursos de jardinería, albañilería, tapicería,
carpintería … Y pueden estudiar a distancia. «Oportunidades tienen
todos», dice el Marín Ríos.
Antonio es consciente de ello: «¿El futuro? Dios dirá. Lo
primero es encontrar trabajo. Cuando salgo de permiso no llevo un
cartel, pero si me preguntan lo digo, que estoy de permiso
penitenciario. Mis hijos están fuera de Jaén. Los veo cuando puedo. Con
mi mujer hay un distanciamiento. Es normal. No es fácil digerir lo que
pasó. Cuando ésto acabe lo primero será encontrar un trabajo. En Jaén o
dónde sea. Lo que está claro es que si no te dan una oportunidad no se
puede salir de ésto».
El empresario y el gitano
José Carlos Rey Zapata, estuvo en el punto de mira de la
Agencia Tributaria, la Abogacía del Estado y la Fiscalía durante una
década. Es un preso atípico. Por su edad, con 58 es mucho mayor que la
media, y porque viene del mundo de la empresa, de un tren de vida alto y
de manejar cuentas con mucho dinero en operaciones comerciales. Su
agenda en prisión es un ejemplo de cómo aprovechar el tiempo. Trabaja en
el economato de uno de los módulos de respeto, ayuda en las clases para
los compañeros que tienen que dar clases de educación vial, da clases
de cultura general, de empresas, de contabilidad y de organización
comercial. Estudia Ciencias Políticas y es el vicepresidente del módulo.
Además, estudia y hace trabajos sobre los módulos de respeto.
«Las sentencias por delitos contra la Hacienda Pública y
estafa están ya asumidas y superadas. Lo perdí todo salvo a la familia,
que viene a verme aquí. Durante nueve años, hasta que salió juicio, di
la cara a todo el mundo fuera. Así que cuando salga seguiré con empresas
porque no sé hacer otra cosa», asegura.
Enrique Santiago, de 39 años, no sabía hacer otra cosa
que robar. Ahora se prepara para la que será su décima oportunidad. La
última vez que perdió la cabeza agarró una pistola. «Empecé en la
frontera con Francia y paré en Illescas, Toledo, para entregarme tras
catorce atracos a mano armada en menos de 24 horas», explica. Criado en
el Barrio Chino de Barcelona, «he visto de todo desde niño». Con 13 años
estaba enganchado. La familia se trasladó a Linares y el siguió con el
caballo. Y robando para financiarse.
Ahora se ve fuerte para cambiar. Vivir en un módulo de
respeto, haber aceptado por primera vez en la vida que hay normas que
cumplir, le está ayudando. «Llevo cinco años sin consumir ninguna droga.
Entré analfabeto total, y ahora tengo la ESO terminada, y estudio
Bachillerato. Tengo cursos de informática, jardinería, albañilería,
pintura … Soy tatuador titulado. Tengo el apoyo de mi familia. Hasta el
alcalde de Linares me ha dicho que puede que haya algo para mí si me
rehabilito. Aquí el que quiere cambiar, cambia. Tengo dos hijos, hace
unos días estuve en la comunión de mi hija. Y mi mujer. Ella siempre ha
estado allí desde que tenía 17 años. Yo he cambiado, y el ochenta por
ciento del mérito es suyo. Gracias a mi familia estoy seguro de que
cuando salga tendré una oportunidad», asegura.
Vicio, paro y pasión
La de José Ángel, de 36 años, es otra historia de drogas
desde los 13 años. A los 18 tenía trabajo, pero también mucho vicio. Y
comenzó a robar. En el 93 entró por primera vez «Desde entonces, un
calvario». En 2002 ya cumplió una pena bastante seria, de tres años y
cinco meses, tras fracasar en los intentos para dejar la droga. Hasta
que se fue con su novia de toda la vida a vivir a un piso de la calle la
Luna. Ella era auxiliar de enfermería. Él chapista. Tuvieron una hija.
Pero todo se torció. Ella enfermó. «Nos quedamos los dos en paro. Nos
echaron del piso. Eso me hundió, y me eché otra vez a la droga y a
robar». Su hija vive con sus padres. Su mujer está de okupa en una
infravivienda. «Pienso en todo lo que ha pasado y me dan ganas de
llorar. En cómo vive mi mujer. En mi madre haciendo cola para verme a
las puertas de la cárcel». Su oportunidad está en la Unidad Terapéutica y
en un curso de hostelería de la escuela Gambrinus. «Me veo fuerte para
salir y trabajar. El trabajo no es lo que más me preocupa, yo siempre he
sido un manitas, y sé buscarme bien la vida». Hay otras cosas que le
hacen ponerse más serio. «Mi problema es consumir». Lleva quince meses
limpio. Este fin de semana sale de permiso. La comunión de su hija. Sabe
lo que se juega. «Espero no meterme en berenjenales. Tengo fuerza».
Catalina, con ocho años de condena ya a sus espaldas y
otros 12 por delante por un delito de sangre, asegura que «aquí
oportunidades te las dan, hay quien las coge y quien no. Pero de aquí
puedes salir bien preparado». Ella recogió el 4 de abril el título de
graduado y prepara el acceso a la Universidad. Su historia es la de una
mujer maltratada. Y de una condena de un crimen por dinero. «Aquí
recapitulas, ves la mierda de vida que has llevado». Y a veces da hasta
miedo salir. «Piensas que se ha detenido el tiempo. Pero fuera las cosas
cambian. Ya no están igual. Están muy mal». Entró anulada y destrozada
por una relación, pero ha construido «una nueva vida». Con sueños de
futuro. Y de presente.
Amor entre rejas
El 6 de julio se casa. Conoció a su pareja en la cárcel,
cuando asumió responsabilidades dentro del módulo 8, el de mujeres. Hoy
es la presidenta. «Como allí no había ordenadores tenía que cruzar el
pasillo para usar los del 7 para tareas administrativas. Era muy fuerte
meterme en un módulo yo sola con 90 hombres. Él se fijó en mí, y yo le
dejé las cosas claras. Hablamos. Nos contamos nuestras cosas. De eso
hace ya año y medio. Ahora me planteo una nueva vida». Y habla de una
casa en un pueblo, de su trabajo de años como costurera que puede
retomar por cuenta propia o ajena, de vivir una historia de amor. «A
veces la vida nos da una segunda oportunidad», dice con un destello de
alegría en los ojos.
«Tiene cojones que sea en la cárcel donde por primera vez
me siento libre». El ‘Mode’ -Modesto Mendoza- asegura que está
aprendiendo a vivir a los 38, «después de veinte años colocado». Pisó
una cárcel por primera vez en 1998. Desde entonces entra y sale. Siempre
por robos, para droga. «He estado tirado en la calle, en Mallorca, en
Castellón, en muchos sitios. La última vez estuve siete u ocho meses
fuera y me busqué catorce años». Ingresó en la cárcel con 56 kilos, sin
la mitad de los dientes, sin pelo y enganchado hasta los tuétanos.
«Estaba muerto», asegura. Su primer porro se lo fumó con 13 años junto
al cementerio de Linares. El primer pico, en un descampado, con un
colega. «Aún recuerdo la aguja. Se me acelera el corazón. Después me
metí mil quinientos más, pero ése no se me olvida».
Hoy el ‘Mode pelea por una oportunidad. Está en una
Unidad Terapéutica. No consume desde hace meses, «y por primera vez soy
libre, soy dueño de mis actos». Le quedan aún algunos años para pagar lo
que hizo. Y espera que se le abra una puerta cuando salga. «Tengo 38
tacos. Mi historial no es bueno: drogadicto y presidiario. Ese cartel no
te lo quita nadie. Aquí hay compañeros que están en cursos, en
talleres, que tienen un trabajo. En un futuro, puede ser que yo esté ahí
….» , dice abriendo mucho los ojos, como si quisiera evitar que todo se
quede en un sueño
.
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