La única manera de entender cabalmente las algaradas y convocatorias de
huelga de los sindicatos sedicentemente mayoritarios es prescindir de la
dialéctica de la lucha de clases y la defensa colectiva de los derechos
obreros, propia del siglo XIX, para introducir en el análisis criterios
de mera utilidad comercial.
Los sindicatos de izquierdas UGT y CCOO son corporaciones privadas que
venden un producto a su principal cliente, la administración pública. En
realidad no comercian con un bien físico, sino que prestan un servicio a
cambio de una contraprestación dineraria, como las empresas de viajes o
los profesionales de la hostelería. Se trata de mantener la paz social,
que ambas empresas gestionan, a cambio de un pago anual, que los
gobiernos les entregan con cargo a nuestros bolsillos por medio de los
cauces más imaginativos que imaginarse quepa.
Los dos grandes sindicatos de clase (de clase alta, a tenor de los
sueldos y complementos de vestuario que lucen sus líderes) llevan
treinta años creando a sus clientes la necesidad de adquirir sus
servicios, que es la principal estrategia que utilizan todos los agentes
comerciales para colocar su mercancía entre sus potenciales clientes.
Con el transcurso del tiempo –pasa en todas las ramas de la actividad
económica–, la clientela puede cansarse de adquirir siempre el mismo
producto y comienza a pensar que ya no le resulta necesario o, peor aún,
a coquetear con la competencia, momento en el cual el experto en
mercadotecnia tiene que sacar la artillería pesada para mantener la
fidelidad del comprador díscolo.
UGT y CCOO han mantenido su preeminencia en el mercado de la paz social porque, en virtud de ciertas componendas legislativas, se han erigido como los únicos interlocutores sociales.
Este régimen de duopolio subsistió mientras los gobernantes
transigieron con la adquisición de sus servicios en los términos
acordados, pero cuando alguno pretendió modificar las cláusulas no
escritas de esta relación, ambos sindicatos se vieron obligados a
estimular ese mercado cautivo poniendo en marcha su principal
herramienta de marketing: la huelga general.
Los
episodios de huelga general vividos en España responden a esa
dialéctica proveedor-cliente típica de las relaciones del mundo
mercantil, y el de este jueves no fue una excepción sino, por el
contrario, el ejemplo más perfecto de que, en última instancia, todo
esto no es más que un asunto de negocios.
El gobierno de Rajoy, a través de la reforma laboral, se ha atrevido a
poner en cuestión la exclusividad de UGT y CCOO como proveedores
oficiales de paz social introduciendo criterios de flexibilidad
en la gestión de tal servicio a través de la entrada en ese mercado
cautivo de nuevos agentes económicos, como las empresas privadas
especializadas en formación. El panorama para las referidas centrales
sindicales no podía ser más oscuro, porque ninguna empresa enviciada en
el monopolio acepta de buen grado repartir la tarta con nuevos
competidores.
Al abrir el abanico de suministradores de paz social, los
ingresos por la prestación de ese servicio se fraccionan a su vez, lo
que tiene como consecuencia una disminución notable en los ingresos
anuales de los dos sindicatos que hasta el momento tenían la concesión
en exclusiva.
La reacción de UGT y CCOO ha sido exactamente la de cualquier empresa
que viera amenazado su negocio por la entrada de nuevos competidores
capaces de ofrecer precios más económicos: poner en marcha una ofensiva
en toda regla para demostrar al principal cliente que los servicios que
prestan, aunque caros, son mucho más valiosos que los que anuncian esos
advenedizos.
Esta huelga general ha sido eso y nada más que eso, un despliegue de
los dos grandes sindicatos para demostrar que sólo ellos pueden
garantizar la paz social, ese bien tan preciado por los gobernantes de
toda laya y condición.
¿Por qué desde que se anunció la huelga ningún sindicalista ha sido
capaz de detallar en qué perjudica la reforma laboral a los trabajadores
con ejemplos concretos? Pues porque no lo saben... ni les importa. Lo
que les tiene aterrorizados es la perspectiva de quedarse sin el momio.
Si se tiene en cuenta esta realidad, ocultada generalmente entre el
fárrago de declaraciones ociosas que a diario vomitan los grandes
medios, se comprenderá perfectamente la vehemencia informativa de los
piquetes sindicales y también las caras de pavor de Toxo y Méndez al
darse cuenta de que su estrategia de marketing, a tenor del seguimiento
popular de la huelga, parece haber perdido efectividad. Ya iba siendo
hora.
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