LA ESTRATEGIA del PSOE y de sus medios afines había sido hasta ahora presentar el caso Blanco como el fruto de la denuncia de un empresario despechado, amplificada por razones electorales para hacer daño al partido. En esta línea de argumentación, Rubalcaba aseguró durante la campaña que él ponía «la mano en el fuego» respecto a la honorabilidad del ministro y que el asunto quedaría en nada tras la celebración de las elecciones. En un gesto teatral que merece ser recordado, el candidato se dirigió a los padres de Blanco en un mitin asegurándoles que tenían un hijo honrado.

Pues bien, los cuatro fiscales de la Sala Segunda del Supremo se pronunciaron ayer por unanimidad a favor de que el Alto Tribunal inicie una investigación penal contra José Blanco al entender que existen indicios de delitos de cohecho y tráfico de influencias. Resulta muy importante la unanimidad, pero también lo es que la Fiscalía haya considerado «documentalmente contrastada» la exposición motivada de la juez de Lugo. Ello supone una ratificación de su criterio y de su labor investigadora, que había sido puesta en duda con insidias. Esa exposición de la juez iba acompañada de un informe del fiscal del caso, que circunscribía la posible responsabilidad penal a un delito de tráfico de influencias.

Por tanto, y contra la propaganda intoxicadora del PSOE y su aparato mediático, son ya tres las instancias judiciales que consideran que José Blanco debe ser investigado penalmente. Y no sólo por ese encuentro en la gasolinera sino por otros muchos datos e indicios objetivos que están en el sumario. Ya hemos reiterado que Blanco debería haber dimitido de todos sus cargos en el momento en el que la juez remitió la exposición motivada al Supremo. Pero ahora hay muchas más razones y no vale como excusa el anuncio preventivo realizado por el todavía ministro de que dejará «la primera línea» de la actividad política tras el congreso ordinario de febrero.

Ayer, el Gobierno estaba dividido sobre si Blanco debería mantenerse como portavoz hasta la investidura de Rajoy, lo que significa que hay ministros que se avergüenzan de que continúe como la cara visible del Ejecutivo una persona bajo sospecha y que está a punto de ser investigada por graves delitos por el Supremo. De hecho, no hay precedente alguno de que esta instancia haya rechazado investigar cuando los fiscales lo han pedido de forma unánime.

Pero todo indica que Blanco va a seguir en todos sus puestos en estas tres semanas que restan, ya que el Gobierno se aferra a que todavía no hay una resolución de la Sala Segunda, al igual que Zapatero y Rubalcaba se agarran a la crisis económica para no reconocer sus responsabilidades en la debacle electoral.

Ayer González, Bono y otros dirigentes empezaron a tomar posiciones sobre quién debería ser el secretario general del PSOE, pero ninguno de ellos se atrevió a hacer un mínimo de autocrítica sobre los errores que han llevado al partido a esta situación y que van mucho más allá de meros problemas de comunicación.

En cualquier democracia consolidada, un político en la situación de Blanco habría abandonado ya todos sus cargos, empezando por su acta de diputado. Pero no lo va a hacer porque prefiere ser investigado por el Supremo antes que por la juez de Lugo.

Resulta evidente que el PSOE está jugando a dejar que corra el reloj, a que el nuevo Gobierno empiece a tomar medidas y a que este escándalo pase a segundo plano. Ello es un síntoma de la degradación democrática que ha sufrido este partido y del nulo deseo de su cúpula de llevar a cabo una profunda renovación que, tarde o temprano, será exigida por sus bases.

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