Aunque han transcurrido tres generaciones desde aquella fecha, todavía hay sectores a uno y otro lado del espectro político que pretenden reinterpretar lo que sucedió en 1936 en función del presente. Unos pretenden ver solamente un golpe de Estado reaccionario contra una impoluta legalidad republicana, mientras que otros justifican el alzamiento militar en nombre de los muchos errores cometidos por la República, empezando por la sectaria Constitución de 1931.
La revisión del pasado en los últimos años, incluyendo la Ley de Memoria Histórica de Zapatero de octubre de 2007, ha traído consigo una especie de paranoia o delirio obsesivo por interpretar todo lo que sucede en el presente en función de las claves políticas de la etapa republicana y de la Guerra Civil, como si España fuera la misma que la de hace ocho décadas.
Decía Santayana que los pueblos que olvidan la Historia están condenados a revivirla. Es cierto. Pero «el presentismo» o reinterpretación del pasado a través del presente puede convertirse en una enfermedad que nos nubla la mente y nos impide juzgar con ecuanimidad lo que sucedió entonces.
A estas alturas, los muertos del 18 de julio deberían ser un patrimonio común para evitar caer en el error de distinguir entre buenos y malos, ya que nadie tiene el monopolio de los ideales y en ambos bandos se cometieron atrocidades execrables. Esto -que resulta tan elemental- sigue sin ser aceptado por los revisionistas de uno y otro lado, que siguen empeñados en un relato sectario de la contienda.
Pero no todos los españoles de entonces participaron en esta guerra cainita. Una minoría quedó al margen y decidió marcharse de este país, tal vez porque quería constituirse como una especie de reserva moral para un futuro en paz. Pero casi todos ellos tuvieron un destino trágico, atrapados entre la retórica del fascismo y la tentación totalitaria de la izquierda. Estamos hablando de los Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Marañón, Pío Baroja, Chaves Nogales y otros a los que les repugnaba el espectáculo de la destrucción del contrario.
Ese espíritu de la tercera España es el que afloró durante la Transición, una etapa en la que pudimos ver al sobrino de Calvo Sotelo, asesinado en vísperas de la Guerra Civil, presidiendo un Gobierno democrático con Carrillo, Alberti y La Pasionaria sentados en el Congreso. Por primera vez en mucho tiempo, tal vez en varios siglos, una generación de españoles se ponía de acuerdo en cerrar las heridas del pasado y en aparcar los enfrentamientos históricos.
Si hace 30 años esa generación de los hijos de quienes lucharon en la Guerra Civil era capaz de olvidar el pasado y pensar en la España del futuro, hoy la generación de los nietos vuelve a reabrir aquellas viejas heridas y a hacer una lectura del pasado que suscita la división entre los ciudadanos.
En este sentido, la Ley de la Memoria Histórica no ha servido para reconciliar a los españoles ni para ayudarles a tener una visión más objetiva del pasado sino para agudizar esos persistentes demonios familiares que alimentan nuestra paranoia. Miremos, de una vez por todas, hacia delante y olvidemos esa idea de la Historia como un fantasma que nos persigue y saca lo peor de nosotros
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