«El Estado tiene una responsabilidad, y debemos pedir perdón por no proteger la vida de la gente que murió a manos de los criminales. Pero, si de algo me arrepiento no es de haber enviado fuerzas federales a combatir a quienes nadie combatía porque les tenía miedo o porque estaba comprado por ellos; de lo que en todo caso me arrepiento es de no haberlos mandado antes», aseveraba el presidente de México, Felipe Calderón, en un inédito encuentro con víctimas de la «guerra contra el crimen organizado».
Enfrente, erigido en portavoz de la sociedad civil, el poeta Javier Sicilia, quien perdió un hijo a manos del narco en marzo pasado. Sus reproches: «Esta guerra no es nuestra, pero la sufrimos todos». «Usted, presidente, ha tratado el narcotráfico no como un problema de salud pública, sino de seguridad nacional, y ha puesto al Ejército a luchar contra otro ejército que no existe, sin emprender antes la reforma y el saneamiento de las instituciones».
Acertada o errónea, la estrategia militarista de Calderón no sería la única responsable de la escalada en la violencia (alimentada con pertrechos que pasan desde EE.UU., principal consumidor mundial de droga). Ni de la vesania de los asesinatos, crueldad anterior a este sexenio presidencial, y que respondería a un cambio de modelo del narcotráfico. En resumen del mandatario: los cárteles ya no se disputan el territorio sólo para transportar la droga al otro lado del río Bravo, sino, también, para venderla en suelo mexicano (en buena medida, por el mayor control fronterizo que ejerce EE.UU.). Al tiempo, los narcos han extendido sus actividades al secuestro, la extorsión y el tráfico de personas.
El punto de partida de este juego macabro, que ha costado en cuatro años y medio 40.000 muertes y 10.000 desaparecidos, puede situarse en la madrugada del 6 de septiembre de 2006, cuando un grupo de pistoleros irrumpía en el bar Luz y Sombra de Uruapan (Michoacán) y arrojaba en la pista de baile cinco cabezas humanas cortadas a machete y un mensaje: «La Familia no mata por paga, no mata mujeres, no mata inocentes, sólo muere quien debe morir, sépanlo toda la gente, esto es justicia divina».
Tres meses más tarde, apenas nueve días después de asumir el poder, Felipe Calderón envía 6.500 agentes federales a Michoacán, su estado natal. Primer paso de un despliegue militar que llevará a 40.000 uniformados por doce estados del país.
La irrupción de La Familia Michoacana, una banda criminal marcada por un mesiánico y delirante aliento religioso, marca con sus tétricos asesinatos un antes y un después en las luchas entre bandas. Y, como en la novela de Mario Puzo que llevara al cine Coppola, las rivalidades entre familias (los Arellano Félix, los Beltrán Leyva, los Cádernas, los Valencia, los Carrillo Fuentes...) se solventan con pactos, traiciones y «vendettas»: con sangrientas carnicerías.
Los hermanos Beltrán Leyva, que estaban unidos al cártel de Sinaloa, se aliaron con Los Zetas en 2008 para enfrentar a sus antiguos socios sinaloenses. Y los Zetas, grupo formado por soldados de élite desertores de la milicia, eran el brazo armado del cártel del Golfo hasta 2010; desde entonces, estos dos últimos grupos protagonizan un abierto enfrentamiento en Tamaulipas.
En Ciudad Juárez, la localidad más violenta del mundo, el cártel del mismo nombre se disputa la plaza —en alianza reciente con Los Zetas— con sus antiguos aliados de Sinaloa, para lo cual ambos han recurrido a pandilleros juveniles (La Línea, Los Artistas Asesinos, Los Mexicles) y a corromper a las fuerzas policiales y, según algunos medios, a la propia Fiscalía de Chihuahua.
El cártel de Tijuana, de los Arellano Félix, fue uno de los más poderosos de México y llegó a cooperar con el cártel del Golfo. Hoy está muy disminuido por la eficacia —aquí, sí— policial y los embates del cártel de Sinaloa.
Y La Familia Michoacana anunciaba su disolución en enero de 2011. En realidad, se dividió en dos facciones: Una, liderada por José de Jesús «El Chango» Méndez, detenido esta semana en Cuernavaca, estaría dispuesta a pactar con sus rivales Los Zetas. Otra, rebautizada como Los Caballeros Templarios, la encabeza Servando Gómez, «La Tuta».
La apuesta armada de Calderón no sólo se cuenta en víctimas mortales; también, en unos 150.000 delincuentes apresados, aunque la mayoría aún espera sentencia, y en marcas históricas en aprehensión de alijos, armamento y dinero de procedencia ilícita. Entre las capturas más sonadas están las de Édgar Valdez Villarreal, «La Barbie», y la del mencionado Méndez Vargas, «El Chango». Y entre los narcotraficantes abatidos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad destacan Arturo Beltrán Leyva («El Barbas»), Ignacio «Nacho» Coronel Villarreal, Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén («Tony Tormenta») y Nazario Moreno González («El Chayo»).
El dominio de «El Chapo»
Así las cosas, la consultora de seguridad estadounidense Stratfor sostiene que el cártel de Sinaloa es el único que permanece inmune ante las luchas internas del crimen organizado y los embates del Gobierno federal, y continúa creciendo al realizar avances de manera constante en territorios enemigos. El clan de Joaquín «El Chapo» Guzmán Loera será, entonces, quien asuma una posición dominante, con capacidad para forzar una reducción de la violencia.
Para Stratfor, la prioridad del Gobierno federal no sería eliminar a los cárteles, sino disminuir la violencia. La corrupción sistemática de las autoridades permite el funcionamiento de estos grupos delictivos, por lo que Calderón —según la firma con sede en Texas— habría decidido que la mejor estrategia es desplegar una «guerra de desgaste» para eliminar a los objetivos más débiles y dejar que «El Chapo» se ocupara del resto.
«A las víctimas de la guerra al narcotráfico en México se las trató como una estadística»
avier Sicilia, líder del Movimiento por la Paz en México Se ha convertido en el símbolo del dolor de las víctimas en la batalla contra los narcos, que asesinaron a su hijo
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