domingo, 27 de marzo de 2011

«Hay pruebas de peso contra Carrillo»

El historiador Paul Preston se suma a quienes creen probado que el entonces consejero de Orden Público estuvo al corriente de la ejecución de más de 2.000 prisioneros

«¡Váyase al infierno!», le espetó Santiago Carrillo a Luis del Olmo cuando éste se refirió a su papel en Paracuellos. Consejero de Orden Público, el 6 de noviembre de 1936, y secretario general del PCE, la sombra de aquellos asesinatos sigue planeando sobre Carrillo. Aunque la autorización, organización y aplicación implicaba a más gente, «tampoco hay que pensar que él estuviera eximido de responsabilidades... Hay pruebas de peso que, aparte de ser confirmadas parcialmente por algunas de sus propias declaraciones, dejan claro que estuvo totalmente involucrado». La afirmación es de un historiador tan poco sospechoso de veleidades derechistas como Paul Preston en «Las matanzas de Paracuellos», reconstrucción minuciosa de aquel macabro episodio que acaba de ver la luz en «Ebre 38» (Llibres de Matrícula), una revista sobre la guerra civil de tendencia republicana, codirigida por Pelai Pagès y M. Carmen Rojo Ariza, profesores del departamento de Didáctica y Patrimonio de la Universidad de Barcelona.

El «infierno» del irascible Carrillo no es que se le acuse de ser el único responsable de Paracuellos, sino su acerba tozudez en negar que estaba al corriente de aquellos hechos sangrientos. Entre las pruebas de tal involucración, Preston menciona las felicitaciones que recibió por haber aniquilado la Quinta Columna durante el pleno del comité central del PCE celebrado entre el 6 y 8 de marzo de 1937; o el documento descubierto por Martínez Reverte en octubre de 2005 que confirma el acuerdo enre las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y la CNT-FAI para acabar con los prisioneros. Carrillo acusó de los asesinatos (un recurso bastante habitual para explicar los desmanes del bando republicano) a los «incontrolados» : su única reponsabilidad, adujo, es que no lo pudo evitar. Como afirma Pelai Pagès, codirector de «Ebre 38», Preston demuestra «la complicidad de las instituciones —y de las personas concretas que las encarnaban- en los luctuosos acontecimientos».

Otoño del 36. El gobierno republicano ha abandonado Madrid con rumbo a Valencia y Margarita Nelken deja en manos de la Dirección General de Seguridad la evacuación de los presos. La recién constituida Consejería de Orden Público será, finalmente, la encargada de ese cometido ante las presiones de los generales Miaja y Rojo. ¿De qué se trataba al hablar de «evacuación»? ¿De garantizar la seguridad de los detenidos o de eliminarlos? Los hombres del Komintern en España, como el periodista Mikhail Koltsov, el argentino Vittorio Codovila y el italiano Vittorio Vidali (Carlos Contreras) tenían claro el segundo supuesto; estaban, explica Preston, obsesionados por eliminar a los «quintacolumnistas».

Encuentro con las JSU y la CNT

Tanto el periodista Herbert Matthews como Enrique Castro Delgado, entonces comandante del Quinto Regimiento, corroboran las matanzas de presuntos fascistas bajo la batuta de un Vidali al que, según Hemingway, le dolía la mano de tanto darle al gatillo. El 6 de noviembre, las bolchevizadas Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y representantes de la CNT se reúnen en la Consejería de Orden Público para decidir el destino de los prisioneros. En las Juventudes —mayoritarias— destacan Santiago Carrillo, José Cazorla y Segundo Serrano Poncela. Resulta inconcebible, apunta Preston, que el veinteañero Carrillo —secretario de las JSU y Consejero de Orden Público— «no hubiera asistido a esta reunión».

Tras pasar la víspera revisando ficheros de los presos de las cárceles madrileñas, la mañana del 7 de noviembre comenzo la «evacuación», denominación eufemística de las siniestras «sacas». Las cifras son escalofriantes: desde el sábado 7 de noviembre y hasta los primeros días de diciembre, entre 2.200 y 2.500 personas fueron «sacadas» de las cárceles de San Antón, Modelo y Las Ventas y luego asesinadas en Paracuellos del Jarama y Torrejón; las órdenes no las firmó Carrillo, sino el policía Vicente Girauta Linares y, cuando este marchó a Valencia, sus sustitutos: Serrano Poncela y Bruno Carreras Villanueva. Como escribirá Jesús de Galíndez, «la trágica limpieza fue desgraciadamente histórica; no caben paliativos a la verdad».

Tras la masacre del 7 y 8 de noviembre se produjo una breve tregua en los asesinatos masivos, gracias al cenetista Melchor Rodríguez, lo que le llevó a enfrentarse a los elementos más radicales de su sindicato y al Comité de Defensa. Los vascos Galíndez e Irujo se mostraban horrorizados ante el descontrol sangriento en la retaguardia republicana. «Si Galíndez sabía lo que estaba pasando», prosigue Preston, «Carrillo también lo debía saber, como queda demostrado en las actas de la reunión que la Junta de Defensa mantuvo la noche del 11 de noviembre» (Irujo y Giral habían pedido explicaciones al ministro de la Gobernación Ángel Galarza). Carrillo se mostró dispuesto «a proceder con toda energía para cortar abusos y arbitrariedades». Emitió dos decretos para centralizar las fuerzas policiales en la Consejería de Orden Público y controlar la libre circulación de armas. Pero el «doblepensar», tan propio del estalinismo, jugó una mala pasada al impetuoso líder. El historiador británico lo ilustra con la alocución en Unión Radio el 12 de noviembre: una «curiosa y tal vez innecesaria declaración» da paso a «un reconocimiento público de que se estaban tomando medidas contra los prisioneros».

Pasaron los años y Santiago Carrillo se fue desmarcando de su protagonismo en el Consejo de Orden Público durante la guerra civil, mientras cargaba los muertos y el robo de propiedades a Serrano Poncela. En sus memorias de 1993, añade Preston, «los relatos de Carrillo son breves, imprecisos y engañosos: no hacen mención a las sentencias de muerte, sino que dicen que lo peor que les pasó a aquellos que fueron declarados peligrosos por un juzgado o un tribunal es que fueron condenados a participar en batallones de trabajo en la construcción de fortines. La única declaración inequívoca de Carrillo es que no participó en ninguna de las reuniones del Consejo».

Si Azaña, Galíndez, Galarza, Irujo y Giral en Valencia, Melchor Rodríguez, el embajador argentino, el delegado británico y el cónso noruego Schlayer tuvieron conocimiento de las matanzas, añade Preston, «es inconcebible que Carrillo, siendo la principal autoridad en el área del orden público, no lo supiera. Después de todo, a pesar de lo que dijera a posteriori, él recibía informes a diario de Serrano Poncela...».

El último recurso del viejo comunista es conocido: situarse más allá de la memoria histórica y apelar al aserto sarteano de que «el infierno son los otros».

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