viernes, 3 de diciembre de 2010

«Por desgracia vivo en La Paz»


La primera oleada de vecinos que llegó a La Paz, el nuevo barrio levantado para dar un alojamiento digno a 1.502 familias mal acomodadas en los huertos que circundaban la iglesia de Vistabella, pernoctó por primera vez en sus nuevas casas el día 2 del mes de los Santos. Corría el año 1947. Consuelo Gil Campos, de Puente Tocinos, estaba en este contingente de agraciados y ocupó uno de los cuatro pisos de la segunda planta del bloque B-4, junto al monumento a la memoria de las víctimas del terrorismo, de Agustín Ibarrola, una escultura que a Consuelo le apena. Más bien le horroriza. «¡Vaya manera de cargarse la plaza! ¿Es que no había otra cosa más bonita?». Hoy, cumplidos los 80, es consciente de que no volverá a vivir una segunda mudanza de la mano del promotor José López Rejas, cuya empresa gestiona el proyecto de rehabilitación del polígono, que aún no tiene fecha.
«Yo ya no llegaré a verlo», admite esta señora que mantiene su vivienda de apenas 50 metros cuadrados tal y como se la dieron. La misma distribución y limpia como el jaspe. No necesita espejos: se mira en los azulejos. «Y no me ayuda nadie». En el baño no entran dos personas; la cocina, como la de una autocaravana; un patio exterior -«aquí tengo los enredos, es el desahogo de la casa»- con rejas; un salón bien aprovechado y dos dormitorios. No tiene hijos. En su rellano hay otras tres viviendas: una habitada por una joven con dos hijos, y otras dos cerradas tras el fallecimiento de sus dueños. El miércoles enterraron a la vecina que vivía sola en la planta baja. Ley de vida. Por eso Consuelo no se ilusiona con otra casa de 90 metros. Ni siquiera sabía que había una asamblea de propietarios.
En el mismo bloque reside Angelita González, que se asoma para contarle cómo fue la reunión con López Rejas en el Auditorio. «El proyecto está como estaba. Los bancos no sueltan el dinero y hasta que esto no se mueva no se puede hacer nada. Si no se venden los pisos, tú me dirás», conjeturan. «No sé por qué se ha llegado a este grado de degradación, estamos en el centro de Murcia y es una pena, pero es lógico porque tampoco se ha cuidado». Después de 32 años en La Paz, Angelita comprende por qué la gente que consigue salir ya no vuelve. «Nosotros no hemos tenido presidente de comunidad muchos años. Hay edificios donde se vive dignamente, pero otros son ya pocilgas. Nuestro sótano, por ejemplo, está lleno de aguas fecales porque las tuberías están atrancadas y arreglarlo nos costaría 1.500 euros por familia. ¿De dónde sacamos eso?». En cambio, su casa está igual de reluciente que la de Consuelo. Ella sí que hizo reformas: tiene tres habitaciones y ganó espacio en el comedor cerrando la terraza. Ella es una de las que tiende la ropa al exterior.
El tráfico de drogas en el polígono ahuyentó a numerosos propietarios. Muchos de los moradores actuales de los pisos están de alquiler. Y en el bloque que no hay grietas tienen sótanos inundados o instalaciones averiadas. Ninguno de los edificios tiene ascensor ni garaje, algo que promete López Rejas.
«Antes no había 'carceleros'»
Si volviera a nacer, María Luisa -prefiere no revelar su apellido- nunca se hubiera mudado a este barrio. «Por desgracia, vivo en La Paz», comenta al mando de un carricoche al presidente de la Junta Municipal, Rafael Gómez. «Soy de Granada. Me vine con 12 años y debí quedarme en el Puerto de la Mora si llego a saber lo que me esperaba», recapacita. Nos invita a subir a su casa. Uno de los vecinos tiene un pollo enjaulado en el pasillo, una bicicleta sin sillín y una escalera de madera verde junto a una puerta donde se lee: «Dios vive aquí». En la azotea del edificio, María Luisa encontró de un día para otro un auténtico vergel de marihuana. Su repertorio de anécdotas es variado. «Hace 30 años se vivía muy bien, pero ahora hay mucho 'carcelero'», dice apuntando a uno de los 'chalés de la droga', edificios donde los traficantes ejercen su condición con impunidad y donde las casas abandonadas, lugares infectos sin puertas y con gente tirada, se han convertido en refugios seguros para esnifar cocaína o chutarse heroína.
Uno de los barrenderos de La Paz es José García, cuya escoba no para. Una morera recién podada le tiene contento. «He caído bien en este barrio, la gente ya me conoce y me respeta». En cada bloque tiene una anécdota. Desde uno dice que dispararon a un vecino que pasaba por la calle hace muchos años. «Aquí te puede pasar de todo», advierte, «pero como en cualquier barrio». Lo que más recoge del suelo no son colillas, sino compresas, preservativos, jeringuillas y bolsas de basura que arrojan desde las ventanas.
El alcalde del distrito, Rafael Gómez, defiende a sus convecinos y rechaza que el barrio sea un nido de delincuentes y drogadictos. «Hay de todo, pero sobre todo buena gente», sentencia. «Te puedo decir que el barrio ha cambiado mucho y que hoy es más seguro aparcar en La Paz que en muchos otros barrios de Murcia», tranquiliza Gómez, quien agradece el interés del promotor López Rejas por mejorar la calidad de vida del vecindario. «Ha sido muy valiente porque ha llevado adelante el proyecto de rehabilitación y aquí todos saben quiénes son los que no quieren que se haga».
Muchos vecinos dudan de que el proyecto sea viable, pero mantienen su esperanza en el proyecto. Otros, en cambio, no se atreven a firmar nada con López Rejas. Es el caso de Juan Gómez, presidente de la Asociación 'Nuevo Barrio', que ha reclamado que se anulen todos los actos aprobados por la supuesta Junta de Compensación puesto que posiblemente no esté legitimamente constituida. La entidad no se fía de López Rejas, que públicamente reconoció el miércoles que tiene cuatro pisos embargados, e insisten en que las verdaderas intenciones del empresario son convertir a los propietarios en promotores y apoderarse de la golosa bolsa de suelo.
Rehabilitar el barrio de La Paz es el objetivo de todos. Pero desde la iniciativa pública, según el PSOE e IU+LV, que exigen al Gobierno mununicipal que despierte y no claudique ante lo que consideran un proyecto abocado al fracaso. María Dolores Manresa, voluntaria de Cáritas y maestra, trabajó la mayor parte de su vida en la guardería del barrio. «El barrio es un basurero de ratas y droga, y hay gente buenísima. Pero también hay gente que es muy gentuza y se les permite todo».
laverdad.es

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