jueves, 30 de septiembre de 2010

Los sindicatos mal llamados de clase, noqueados por su huelga


epsimo y EL MUNDO
LA HUELGA GENERAL de ayer fue un fracaso por mucho que los sindicatos cifraran la participación en el 70% de los asalariados, un porcentaje sencillamente increíble que sólo ahonda en su descrédito al multiplicar por diez -7% de seguimiento entre los funcionarios- los datos del Gobierno y las organizaciones empresariales. Más allá de esa guerra de cifras, fue patente por doquier que sólo un escaso porcentaje de los ciudadanos secundó la convocatoria. Y ello a pesar de la acción de piquetes violentos que paralizaron el transporte por carretera, lograron impedir la salida de los autobuses urbanos, bloquearon accesos estratégicos y dificultaron el abastecimiento de los mercados centrales.
Se podría decir que la huelga tuvo seguimiento en algunos feudos sindicales como la industria del automóvil, pero fracasó en las administraciones públicas, las empresas de servicios, los colegios, los comercios o la hostelería, donde la participación fue mínima. Baste un dato objetivo: el consumo de electricidad fue siete puntos mayor a mediodía que el de la huelga de 2002, que ya quedó muy por debajo de las expectativas de las centrales.
No hay duda de que los sindicatos salen muy debilitados de esta convocatoria, con mucho menor seguimiento que la última contra el PP y ya no digamos de las que se organizaron en la etapa de González. Pero es que esta huelga no tenía nada que ver con ninguna de las anteriores por diversas razones. La primera es que los sindicatos no querían hacer daño a un Gobierno que tampoco quería que fracasara el paro. En realidad, los sindicatos forman parte de la maquinaria política que ha apoyado a Zapatero hasta la fecha, como se ha podido advertir en los contradictorios mensajes de las centrales en estas últimas semanas. Con el pretexto del debate sobre los servicios mínimos, daba impresión de que la iniciativa se dirigía más contra el PP y Esperanza Aguirre que contra la reforma laboral y los recortes sociales del Gobierno. Esa ambigüedad ha sido nefasta para los sindicatos.
Otro factor importante es que existe una profunda diferencia entre convocar una huelga en un clima de euforia económica como la primera de 1988 o la de 2002 y hacerlo con cuatro millones y medio de parados en medio de una crisis dramática. Ello ha sido determinante para que muchas personas acudieran a su puesto de trabajo.
Haciendo de la necesidad virtud, es muy posible que el fiasco de ayer sirva de lección a Méndez y a Fernández Toxo que, por mucho que hayan intentado convertir el fracaso en éxito, han tenido que darse cuenta de su pérdida de influencia e incluso de su desprestigio en un amplio sector de la sociedad española. Pasará mucho tiempo hasta que convoquen otra huelga general.
En cualquier caso, el paro de ayer va a ser inútil porque el Gobierno carece de margen para dar
marcha atrás en sus políticas, a diferencia de lo que sucedió en anteriores huelgas. En la citada de 2002, el ministro de Trabajo fue cesado y Aznar revocó las medidas que habían provocado la protesta. Ahora eso es impensable.
Los sindicatos han quemado su última gran baza en esta huelga que se ha vuelto contra ellos. La opinión pública tardará en olvidar la utilización de piquetes violentos y las coacciones que sufrieron ayer los trabajadores del transporte y de otros sectores. Ello vuelve a plantear la necesidad de esa Ley de Huelga eternamente postergada pero hoy más necesaria que nunca para garantizar los servicios mínimos y el derecho al trabajo.
En conclusión, los sindicatos son los grandes perdedores de la jornada de ayer, en la que, utilizando un símil del boxeo, han quedado noqueados por su propia huelga. Ello les obliga a replantearse principios que creían firmemente establecidos pero que han quedado superados por la evolución de una sociedad que ya no encaja en sus tópicos y prejuicios.

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