Mientras no alcancemos una organización
territorial satisfactoria, la inestabilidad irá en aumento, algo siempre
difícil de soportar, pero altamente arriesgado en tiempos de crisis. El factor
nuevo es que ahora, como condición indispensable para superar la crisis, la UE
presiona a favor de una reforma a fondo del Estado: en su actual organización
no funciona ni es económicamente viable.
Han pasado 34 años y el nacionalismo vasco y el
catalán siguen sin sentirse cómodos en un modelo que se creó para ellos. Pese a
que la Constitución reconociera los llamados “derechos históricos de los
territorios forales”, sobre cuya base el Estatuto elabora un concierto
económico, queda bien patente el fracaso del Estado de las Autonomías en el
País Vasco. A pesar de tamaña concesión, que en buena parte se debió al
propósito de reconvertir a ETA, y que el llamado nacionalismo moderado haya
gobernado durante decenios, promoviendo la lengua y una conciencia nacional
hasta consolidar un grado de autonomía sin parangón incluso en los Estados
federales, no ha dejado por ello de radicalizarse.
La desactivación, y ya cercana desaparición de
ETA, lejos de haber resquebrajado el independentismo, lo ha fortalecido. Por la
vía pacífica y democrática aumentan las probabilidades de conseguir la
soberanía plena, aunque, por un lado, Francia no tolerará fácilmente un Euskadi
independiente que reivindica un pedazo de su territorio y, por otro, una buena
mitad de la población no puede convivir con un nacionalismo de raíz étnica.
Aunque habría cabido esperar que la crisis más
bien frenaría esta tendencia, una parte en aumento de la población catalana
también se inclina por un Estado propio. Pese al estropicio en que terminó la
reforma del Estatuto, que ha favorecido de manera clara al independentismo, no
fue, sin embargo, un intento tan descabellado como tantas veces se ha repetido,
al venir impuesto por una renovada presión nacionalista en la sociedad
catalana, por el Gobierno tripartito, que coaligaba autonomistas con
independentistas, y por el afán de mostrar a los vascos lo mucho que se podría
lograr por la vía constitucional.
No se olvide que el aumento de la presión
nacionalista tiene que ver con las dificultades crecientes a las que se
enfrenta el modelo industrial de Cataluña, que lleva tiempo resintiéndose de
haber perdido la posición que desde mediados del siglo XIX había ocupado en la
Península: ser cabeza y motor de la economía española. Los decenios de gobierno
nacionalista tampoco han impedido que al final saliera reforzada un ala
independentista que, al formar parte del Gobierno tripartito, ha ido ampliando
aún más su base social; incluso en sectores del PSC se ha producido un viraje
hacia un catalanismo que cada vez se confunde más con el nacionalismo.
Decenios de Estado de las Autonomías no han
servido para reducir las dinámicas centrífugas, al contrario, la Constitución
de 1978, por escandaloso que suene, ha propiciado en el fondo las tendencias
secesionistas. Mal que nos pese, cabe establecer una correlación entre la
pujanza que han adquirido los nacionalismos y el Estado de las Autonomías. Muy
lejos de haber conseguido el objetivo principal de integrar el nacionalismo,
vinculando a Cataluña y al País Vasco a una España plural, organizada de nueva
planta, se ha expandido en regiones donde era inexistente, o mucho más débil,
como Extremadura, Andalucía o Canarias.
Hay que librarse de la ofuscación de que el
Estado de las Autonomías constituye la solución óptima, cuando en realidad,
además de unos costos impagables, lleva en su entraña una dinámica centrífuga
que a la larga lo hace inviable. Con todo, comprendo la reacción desaforada
ante los que poníamos de relieve los déficits, ahora evidentes del Estado de
las Autonomías: la crítica de la Constitución implica la de la transición
“modélica”, que a su vez legitima el orden político establecido, la “monarquía
parlamentaria”.
No sirve el Estado de las Autonomías, pero
tampoco un Estado confederal, como el que abiertamente propuso el plan
Ibarretxe, y más subrepticiamente se trasluce en el proyecto de
Estatuto que salió del Parlamento de Cataluña. No habrá que insistir en que
España no duraría mucho convertida en una confederación de Estados, pero
tampoco si se mantuviese indefinidamente el Estado de las Autonomías, tal como
de manera harto borrosa lo dibuja la Constitución, ya que por su propia
dinámica desemboca en una confederación.
Como volver al viejo centralismo sería la peor
de las soluciones, además de inalcanzable por medios democráticos, la
disyuntiva que se plantea es dejar la Constitución tal como está, todo lo más
con algunos retoques, lo que supondría seguir apoyando una dinámica que tiende
a desembocar en una confederación, antesala de la independencia; o bien,
decidirse por un Estado federal, como la mejor forma de reintroducir una
dinámica centrípeta, manteniendo la pluralidad constitutiva de España.
Son muchas las razones que abonan a favor del
Estado federal, aun a sabiendas de los muy distintos tipos que existen y de las
dificultades por los que pasan algunos. Ahora bien, tan favorable como sería un
Estado federal para salir del atolladero, tan improbable es que se pueda
conseguir en la España actual. Las razones son muchas y muy variadas, pero
cabría resumirlas en dos: la derecha no quiere desprenderse del Estado unitario
que subyace en el de las Autonomías, ni catalanes ni vascos están dispuestos a
renunciar a la tendencia confederal implícita en este modelo, que consideran la
vía óptima para deslizarse de manera suave hacia la independencia.
En suma, en una España tan polarizada como la
actual no parece factible una reforma constitucional de la envergadura que
sería necesaria para erigir un Estado federal, incluso todo lo asimétrico que
impusieran las Comunidades históricas. Metidos en este laberinto, de pronto la
crisis pone en cuestión todo el andamiaje de las Administraciones, desde la
municipal, la provincial, la autonómica a la central del Estado, y además son
nuestros socios comunitarios los que nos exigen una reforma que en ningún caso
puede llevarse a cabo con la urgencia que la situación requiere.
Si el Estado federal no parece factible, al
menos, aprovechando la crisis, habría que reducir el Estado de las Autonomías a
su mínima expresión. No son pocos los que aquejados de la vieja querencia
centralista pretenden utilizar la situación para lograr este objetivo. ¡Qué
gran oportunidad de aprovechar la necesidad de adelgazar al Estado para
recentralizarlo! Lo malo es que este intento contaría con la oposición radical
de Cataluña y el País Vasco, pero también de las otras comunidades que la clase
política local y la administración autonómica que habría que desmontar
defenderían con el mismo, o mayor furor.
Por grandes que sean las ganas y la crisis
ofrezca la mejor coyuntura, no cabe, sin embargo, desarmar el Estado de las
Autonomías, sin poner en cuestión las instituciones democráticas, o provocar
que se escindan las autonomías históricas. Aunque para Rajoy sería un golpe
casi definitivo, me temo que muchos de los suyos anhelen “el rescate” para
implicar a las instituciones europeas e internacionales en una operación tan
complicada y peligrosa como es la reforma del Estado. El descalabro del actual
régimen ha adquirido tales dimensiones que los mismos que lo montaron y lo han apoyado
hasta ahora, ya solo confían en que la vuelta de otros “cien mil hijos de San
Luis” les saquen las castañas del fuego. El Estado de las Autonomías surgió con
la democracia, pero su supresión podría suponer el fin de la democracia.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología
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