Los expertos piden más apoyo a quienes salen de prisión para favorecer su integración social
El 55% de los reos españoles son reincidentes
ANÁLISIS: La reinserción requiere dinero, por JESÚS DUVA
“Está de cachondeo todo el día, viendo a la gente, riendo, disfrutando”, le excusa su hermana. “Ahora es muy difícil dar con él”, añade. Se refiere a Miguel Montes, de 62 años, que ha vuelto a pisar la calle, con todas las de la ley, después de más de 30 años en prisión sin haber cometido ningún delito de sangre. En realidad, él no es el preso que más tiempo ha pasado entre rejas en España porque se ha fugado en diversas ocasiones. Pero sí ha permanecido lo suficiente como para que al salir se encuentre en un entorno que ha evolucionado y en el que le cuesta desenvolverse con normalidad.
“¿Cómo van los móviles estos?”, le preguntó a su abogado, Félix Ángel
Martín, cuando le dieron uno. “Se montó en el AVE y alucinaba”, añade
el letrado. Sus hermanas son su mayor apoyo. Ellas lideraron una campaña
para conseguir el indulto que finalmente le ha permitido salir en
libertad. Al fin, Montes está de nuevo en circulación, pero enfermo y
con pocas posibilidades de conseguir un trabajo. ¿El conocido como preso
más antiguo de España está listo para reinsertarse en la sociedad? ¿Qué
le ofrece la Administración ahora que ya es libre?
Nada. Al menos desde Instituciones Penitenciarias, que legalmente ha
acabado con su parte. “Cuando una persona ha cumplido condena, la
Administración, por ley, no puede hacer un seguimiento del preso”,
explica la presidenta de la Fundación IReS,
Montserrat Tohà, que lleva 43 años dedicada a la reinserción. “Es una
asignatura pendiente, pero muchas veces porque el propio preso, cuando
sale, no quiere saber nada”, avanza el doctor en Sociología por la
Universidad Autónoma de Barcelona y autor de diversos estudios sobre
reinserción Ramón d’Alós. Cuando el preso ha cumplido, es libre, para lo
bueno, pero también para lo malo.
Una persona se puede considerar reinsertada en la sociedad “cuando es
capaz de sobrevivir ganándose la vida para pagar su casa y su alimento,
teniendo relaciones sociales emocionalmente satisfactorias y
desarrollando su proyecto vital”, define Julián Ríos, experto en Derecho
Penitenciario de la Universidad Pontificia de Comillas. ¿Cuántos presos
se adaptan a esa definición cuando salen?
La pregunta es difícil de responder, puesto que no se da un
seguimiento al condenado una vez ha satisfecho su deuda con la sociedad.
Aunque hay un dato revelador: un 55% de los presos españoles son
reincidentes, según datos de Instituciones Penitenciarias. La cifra
—27.289 reos de una población de 48.951 penados a diciembre de 2011—
incluye únicamente a los que han cometido el mismo tipo de delito, sobre
población ya condenada, y no recoge las cárceles catalanas, que tienen
la competencia transferida. En la actualidad, 70.472 personas están en
prisión (incluyendo preventivos).
“Hay una falta de coordinación entre los sistemas que intervienen: el
judicial, el penitenciario y los servicios sociales”, se queja D’Alós, y
una dificultad añadida por los diferentes ámbitos que están implicados
(estatal, autonómica o municipal). Una persona puede recurrir siempre a
los servicios sociales una vez está en la calle, pero los expertos echan
en falta un seguimiento coordinado, una ayuda específica para el exreo.
“Significaría crear un sistema que no tenemos, y que no hemos tenido
nunca. Solo hay algunas iniciativas pequeñas, que dependen de la buena
voluntad”, lamenta el catedrático en Derecho Penal de la Universidad de
Barcelona Joan Queralt.
“Instituciones Penitenciarias no puede abordar todos los problemas
sociales que hay detrás del comportamiento de alguien”, defiende
Mercedes Gallizo, que fue su directora general entre 2004 y 2011. “Nos
encontramos con problemas que trascienden lo que puede hacer el sistema.
Llegan personas con vidas difíciles, desestructuradas, con una falta de
formación evidente, con marginalidad, enganchadas a las drogas, con
enfermedades mentales... que requieren una acción conjunta de las demás
Administraciones”, asegura.
A pesar de eso, insiste en que la reinserción “es lo que da sentido a
la existencia de las cárceles”. “Estos años hemos hecho un esfuerzo
extraordinario por ampliar el catálogo de actuaciones que se pueden
desarrollar, tanto en formación como en programas de intervención y
tratamiento. Se han puesto en marcha programas para personas que han
cometido delitos de violencia de género, agresión sexual,
drogodependientes... Un esfuerzo enorme”, explica, aunque admite que “no
acaba de llegar a las necesidades que se tienen”.
“Cuando la pena se alarga más de siete años, las dificultades de todo
tipo empiezan a ser intensas”, contrapone Ríos. A su entender, la
reinserción debe pivotar en tres pilares: el social, la propia persona y
el de los medios que le faciliten. Al salir, el preso se encuentra
muchas veces el mismo mundo que dejó y que le indujo, en parte, al
crimen. En ese momento, los expertos consideran básico el apoyo
familiar, la vivienda y el trabajo.
En otros casos, la persona lleva tanto tiempo encerrada que considera
que está mejor dentro que fuera de la cárcel. Es lo que se conoce como
un preso institucionalizado. “Las personas que llevan 15 o 20 años en
prisión, cuando salen reproducen el mundo relacional caracterizado por
la desconfianza y la hostilidad de la prisión. Eso dificulta la
reinserción”, asegura Tohà. E insiste en que a veces el esfuerzo debe
centrarse en reeducar, en inculcar rutinas a personas que quizá “no las
han tenido nunca”.
Instituciones Penitenciarias esgrime, sin embargo, que un preso, si
quiere, puede entrar analfabeto en prisión y salir con una licenciatura.
Depende de él, y nadie le puede obligar. “Cada mañana unas 400 personas
pueden acceder a cursos de formación básica”, ejemplifica José Antonio
García, director del centro penitenciario Madrid VI, en Aranjuez (1.515
internos). La prisión cuenta con 14 profesores, dependientes de la
Comunidad de Madrid. Las clases tienen una lista de espera que, según
García, no supera los dos meses. Además, destaca los talleres, los
cursos de formación ocupacional y las distintas iniciativas privadas:
unas 150 fundaciones y ONG que colaboran con el centro.
Pero D’Alós es crítico con la formación que se imparte en prisión:
“Sirve muy poco para encontrar trabajo después porque se da en
condiciones de masificación, porque el preso no puede tener continuidad
si le trasladan, porque algunas veces los materiales son poco adecuados o
los cursos muy cortos y, en muchos casos, poco profesionalizadores”.
Solo un 43,6% de los exinternos que recibieron el alta en las prisiones
catalanas entre 2004 y 2007 encontraron trabajo, según un estudio
dirigido por él. Y la mayoría consiguió empleos poco cualificados y
discontinuos. Además, apunta D’Alós, existe el peligro de que los presos
que conocen bien el sistema utilicen los cursos para conseguir puntos
que se traduzcan en permisos de salida. “Los profesionales son los que
evalúan si lo desarrollas solo movido por el interés, cosa bastante
inusual porque todo requiere un esfuerzo bastante grande”, rebate
Gallizo.
“Prevenir es infinitamente más barato y efectivo” que encerrar, señala Paco Cristóbal, coordinador del equipo de inclusión de Cáritas.
“Muchas de las personas que están en prisión tienen un perfil muy claro
de pobreza y exclusión”, lamenta, y pide que se luche para romper ese
círculo vicioso. “La prisión te va haciendo menos persona; un muro alto,
una puerta que se cierra con ruido... Son unas condiciones muy duras”,
sostiene. “La sociedad tiene que tener la conciencia de que los presos
deben volver a ella y de que esta los necesita. Y para ello deben
potenciarse los medios legales (permisos, regímenes abiertos) que
faciliten esa incorporación y reduzcan la estancia en prisión”, sostiene
Ríos.
Pero las últimas revisiones del Código Penal no van en ese sentido.
“Las reformas penalizadoras no son la forma más adecuada de erradicar el
delito de nuestras vidas. No es lo más eficaz, aunque aparentemente es
lo más tranquilizador”, sostiene Gallizo. “Hay presión social para que
se opte por el castigo, no por la reeducación y la reinserción”, añade
D’Alós. “Lo único que queremos es que delante de nuestra casa no haya
suciedad ni delincuentes”, coincide Tohà.
“El debate de la reinserción se pierde en el nivel político: allí
únicamente se ve la necesidad de obtener réditos electorales con el
incremento de penas”, lamenta Ríos. Y apunta a los problemas añadidos
que supone la crisis, donde los recursos dedicados a la rehabilitación y
reinserción se ven menguados. “La conciencia es fundamental. Se piensa
que son recursos que se malgastan”, lamenta Gallizo. A lo que se suma
también la perspectiva de los propios presos. “En una situación como la
actual no es fácil hacerles pensar que van a encontrar un puesto de
trabajo cuando salgan”, admite García.
¿Cuál es su remedio? ¿Que hagamos infinitas cárceles? ¿Que pongamos
cadenas perpetuas para los reincidentes? Los países más penalizadores no
son los que tienen más seguridad”, concluye Gallizo. “Por suerte,
Miguel ha sabido mantener la cabeza fuera”, dice su abogado. “Hay
delitos económicos mucho más graves, pero como suelen ir aparejado a
personas pudientes, solo cumplen penas iniciales”, se queja. “A Miguel
Montes nunca le propusieron nada”, asegura su abogado. “¿Y ahora qué
hace? No tiene paro, no tiene cotización, no tiene nada, y sus hijas son
menores. Parece que a alguien se le ha olvidado que no encerramos a la
gente por encerrarla, la encerramos para reeducarla”, lamenta.
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