Siempre
he sentido un respeto enorme
por aquellos personajes políticos -hombres y mujeres- que en
todo tiempo y lugar se han echado al hombro la
responsabilidad de gestionar el
sistema penitenciario de su país. Esa admiración es aún mayor
en el caso de nuestra todavía
joven democracia por aquellos
que han aceptado el puesto
de director general de Prisiones, según la denominación anterior,
o secretario general de instituciones penitenciarias, en la actual.
Supongo
que este último término -el de "instituciones penitenciarias"-,
constituye
un eufemismo más que intenta , sin conseguirlo, edulcorar una
crudísima realidad: la existencia de
ciudadanos encarcelados por haber vulnerado gravemente
alguno de los códigos legales que rigen la vida
en sociedad.
El de ministro del Interior es, posiblemente, el puesto del gobierno más difícil de lidiar en cualquier época, y lo es más aún en un tiempo histórico como el que hemos vivido en la España postfranquista. Primero, con una banda terrorista actuando sin ningún tipo de escrúpulos contra ciudadanos de toda clase y condición. Segundo, con los lógicos desajustes sociales que produce el que parecía casi imparable crecimiento económico y el consecuente incremento de la brecha social entre los que más y los que menos tienen y, por ende, con el incremento de la delincuencia. Y, por último, por la entrada en España de bandas que, aprovechando los grandes flujos de inmigración producida en estos años, vieron en nuestro país un "Dorado" para ejercer sus malas artes entre nosotros.
Y, si es difícil el cargo de ministro del Interior, creo que aún es más el de Secretario General de Instituciones Penitenciarias, un puesto de la Administración General del Estado históricamente a caballo entre Interior y Justicia, con preponderancia de uno u otro ministerio según la época de la que hablemos. En todas ellas, sin embargo, sus titulares han tenido la responsabilidad de gestionar la convivencia en nuestras prisiones de quienes las ocupan, los reclusos, es decir, aquellos miembros de nuestra sociedad que tienen más dificultades de adaptación, por un lado, y, por otro, la de aquellos funcionarios -los de prisiones- que, día a día, tienen que enfrentarse muy de cerca a esa dura realidad. Y eso, incluso visto con ojos de profano, de ciudadano común, es una verdadera tarea de titanes que, entre otros, han gestionado recientemente Ángel Yuste, Mercedes Gallizo, Paz Fernández o Antonio Asunción y, anteriormente, el profesor Carlos García Valdés (primer director general en la etapa democrática actual) y la extraordinaria jurista y abogada Victoria Kent, directora general durante la II República (1931-1934), la primera de todos ellos en intentar reformar el sistema penitenciario español. Un sistema que, como todo, debe someterse a constante revisión porque la evolución de los acontecimientos permite, a veces, descubrir en él clamorosos fallos.
Montes Neiro
Todo esto viene a colación de la reciente excarcelación, tras la obtención de un indulto, de un hombre de 61 años, Miguel Montes Neiro, que en febrero de 2012 pasaba por ser el preso común más antiguo de España, después de cumplir 36 años de condenas encadenadas por fugas y delitos menores.
Desde fuera, y con el desconocimiento técnico pero con el sentido común necesarios para ello, me atrevo a formular alguna pregunta al respecto: ¿cómo es posible que alguien, en España, haya podido llegar a cumplir más de 36 años en una cárcel sin haber secuestrado, violado o matado a nadie? ( delitos estos que, por cierto, en ningún caso comportan una estancia tan prolongada en prisión ). Y, a renglón seguido, preguntar también -con el propio Montes- lo que puede ser la gran "mentira" del sistema penitenciario de todos los países civilizados, entre los que también está el nuestro: La consecución de la reinserción de los reclusos. ¿Es realmente posible reinsertarse después de haber pasado unos cuantos años en prisión?¿Es posible superar los daños psicológicos y físicos que lleva inevitablemente consigo el paso por una cárcel? ¿No expresará este concepto más un deseo que una realidad?
Supongo que estas y muchas otras cuestiones que tanto quienes se han visto abocados, por circunstancias de la vida, a tener que pasar unos años en prisión, como aquellos que han puesto su trabajo al servicio de contribuir a que esa estancia se produzca en los términos más humanos, con la debida protección jurídica y lo menos adversos posibles, se las han formulado ya y, lo mismo, hasta se han dado respuestas. A algunos, desde luego, nos parece un horizonte tan arduo como necesario y que, además, exige el reconocimiento generalizado de toda una sociedad que permanece ajena a realidades nada virtuales, como son las cárceles, prisiones o instituciones penitenciarias.
El de ministro del Interior es, posiblemente, el puesto del gobierno más difícil de lidiar en cualquier época, y lo es más aún en un tiempo histórico como el que hemos vivido en la España postfranquista. Primero, con una banda terrorista actuando sin ningún tipo de escrúpulos contra ciudadanos de toda clase y condición. Segundo, con los lógicos desajustes sociales que produce el que parecía casi imparable crecimiento económico y el consecuente incremento de la brecha social entre los que más y los que menos tienen y, por ende, con el incremento de la delincuencia. Y, por último, por la entrada en España de bandas que, aprovechando los grandes flujos de inmigración producida en estos años, vieron en nuestro país un "Dorado" para ejercer sus malas artes entre nosotros.
Y, si es difícil el cargo de ministro del Interior, creo que aún es más el de Secretario General de Instituciones Penitenciarias, un puesto de la Administración General del Estado históricamente a caballo entre Interior y Justicia, con preponderancia de uno u otro ministerio según la época de la que hablemos. En todas ellas, sin embargo, sus titulares han tenido la responsabilidad de gestionar la convivencia en nuestras prisiones de quienes las ocupan, los reclusos, es decir, aquellos miembros de nuestra sociedad que tienen más dificultades de adaptación, por un lado, y, por otro, la de aquellos funcionarios -los de prisiones- que, día a día, tienen que enfrentarse muy de cerca a esa dura realidad. Y eso, incluso visto con ojos de profano, de ciudadano común, es una verdadera tarea de titanes que, entre otros, han gestionado recientemente Ángel Yuste, Mercedes Gallizo, Paz Fernández o Antonio Asunción y, anteriormente, el profesor Carlos García Valdés (primer director general en la etapa democrática actual) y la extraordinaria jurista y abogada Victoria Kent, directora general durante la II República (1931-1934), la primera de todos ellos en intentar reformar el sistema penitenciario español. Un sistema que, como todo, debe someterse a constante revisión porque la evolución de los acontecimientos permite, a veces, descubrir en él clamorosos fallos.
Montes Neiro
Todo esto viene a colación de la reciente excarcelación, tras la obtención de un indulto, de un hombre de 61 años, Miguel Montes Neiro, que en febrero de 2012 pasaba por ser el preso común más antiguo de España, después de cumplir 36 años de condenas encadenadas por fugas y delitos menores.
Desde fuera, y con el desconocimiento técnico pero con el sentido común necesarios para ello, me atrevo a formular alguna pregunta al respecto: ¿cómo es posible que alguien, en España, haya podido llegar a cumplir más de 36 años en una cárcel sin haber secuestrado, violado o matado a nadie? ( delitos estos que, por cierto, en ningún caso comportan una estancia tan prolongada en prisión ). Y, a renglón seguido, preguntar también -con el propio Montes- lo que puede ser la gran "mentira" del sistema penitenciario de todos los países civilizados, entre los que también está el nuestro: La consecución de la reinserción de los reclusos. ¿Es realmente posible reinsertarse después de haber pasado unos cuantos años en prisión?¿Es posible superar los daños psicológicos y físicos que lleva inevitablemente consigo el paso por una cárcel? ¿No expresará este concepto más un deseo que una realidad?
Supongo que estas y muchas otras cuestiones que tanto quienes se han visto abocados, por circunstancias de la vida, a tener que pasar unos años en prisión, como aquellos que han puesto su trabajo al servicio de contribuir a que esa estancia se produzca en los términos más humanos, con la debida protección jurídica y lo menos adversos posibles, se las han formulado ya y, lo mismo, hasta se han dado respuestas. A algunos, desde luego, nos parece un horizonte tan arduo como necesario y que, además, exige el reconocimiento generalizado de toda una sociedad que permanece ajena a realidades nada virtuales, como son las cárceles, prisiones o instituciones penitenciarias.

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