Hoy, 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional, es un buen momento para recordar que, evidentemente, estamos mal, pero que también tenemos mucho margen para mejorar.
Durante mucho tiempo –demasiado– la izquierda y el nacionalismo han querido convertir el ser y sentirse español en una vergonzante tacha. La bandera, el himno, la lengua, la Constitución, la Historia, la cultura y todas nuestras instituciones comunes han sido sometidas a un proceso de continua mofa y escarnio dirigido a disolver la Nación en una desgracia de reinos de Taifas controlados por la oligarquía regional de turno.
Como es obvio, la gravísima crisis política y económica que estamos padeciendo no contribuye ni mucho menos a elevar nuestros ánimos. A simple vista, parecería que los españoles somos un pueblo condenado al fracaso endémico, a no levantar cabeza y a ser incapaces de edificar una sociedad convalidable con los Estados de derecho modernos.
Hoy, 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional, es un buen momento para recordar que, evidentemente, estamos mal, pero que también tenemos mucho margen para mejorar. Nuestro país ha salido de situaciones mucho peores: hace apenas 70 años estábamos atravesando una devastadora posguerra en medio de la autarquía impuesta por el resto del mundo. Pero la superamos: las clases medias fueron enriqueciéndose conforme crecían la economía, los beneficios empresariales y los salarios. Fue ese clima de prosperidad y paz social el que, años más tarde, nos permitiría acometer una transición limpia y sin fricciones hacia la democracia.
Claro que la democracia que nos dimos tenía sus evidentes limitaciones por cuanto consolidó una casta profesional de políticos que poco a poco fueron blindándose de los escasos mecanismos de control que habíamos previsto en nuestra Carta Magna. Ni separación de poderes ni unas formaciones políticas transparentes y con un funcionamiento democrático ni lealtad institucional por parte de las autonomías hacia el conjunto de los españoles ni libertad efectiva entre los medios de comunicación ni un sistema educativo al servicio de los padres y no del adoctrinamiento político ni una economía arraigada en el libre mercado ni unas relaciones laborales separadas del remozado sindicato vertical, etc.
Los defectos son numerosos y notables: a nadie debería extrañarle, pues, que el país haya colapsado en casi todos los sentidos imaginables. Nuestra arquitectura política contenía el germen de su propia destrucción, de su progresiva podredumbre en manos de nuestros gobernantes. ¿Qué podíamos esperar de unas instituciones en las que el poder ejecutivo controla al legislativo y al judicial? ¿Qué de una economía dominada por sindicatos y caciques regionales? ¿Qué de una unidad nacional convertida en el blanco preferido de nacionalistas y socialistas? Poco o nada: justo lo que hemos recibido.
Por fortuna, aunque nuestros problemas son numerosos, también se encuentran bien acotados. El zapaterismo ha contribuido a exacerbar todas las contradicciones internas del sistema y a ponerlas claramente de manifiesto. Tanto han tensado Zapatero y Rubalcaba la cuerda, tanto han abusado de un régimen cuyos cimientos ya se estaban tambaleando antes de su llegada al poder, que al final todos sus defectos han salido claramente a la luz. Ahora, incluso Bruselas ya nos está inquiriendo que solventemos algunos de nuestros defectos estructurales, como las autonomías o el mercado de trabajo.
Así pues, no caigamos en la desazón. Estamos mal, pero hemos salido de otras situaciones mucho peores; tenemos problemas, pero están bien localizados. En menos de mes y medio se abre una oportunidad de cambio y de regeneración: si no hay sorpresas, el Partido Popular ganará las elecciones con una muy amplia mayoría absoluta que le concederá margen y legitimidad suficientes como para plantear todas las reformas que este país necesita. A buen seguro contará con la oposición activa de la izquierda, del nacionalismo, de los sindicatos y de otros poderes fácticos que salen directamente beneficiados del colapso de nuestra sociedad, pero la sociedad ya está cansada de tanta demagogia estéril.
Y es que nuestro problema no está en España ni tampoco en los españoles. Nuestros problemas proceden de una izquierda que ha ocupado el poder y que lo utiliza en su propio provecho aun a costa de los intereses de España y de los españoles. Hay motivos más que sobrados para que miremos nuestro pasado con orgullo, nuestro presente con un sano escepticismo y nuestro futuro con esperanza. Aprovechemos el día de hoy para exigir la marginación de todos aquellos que han medrado socavando la armónica convivencia de los españoles; aprovechemos para pedir más libertad y más unidad nacional; aprovechemos para reivindicar el país que soñamos y que merece ser España.
En definitiva, aprovechemos para recordar, a las puertas del bicentenario de la Constitución de Cádiz, aquello que rezaba su artículo: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. La izquierda y el nacionalismo patrimonializaron España para nuestra ruina. Es hora de que vuelva a manos de los españoles.
Como es obvio, la gravísima crisis política y económica que estamos padeciendo no contribuye ni mucho menos a elevar nuestros ánimos. A simple vista, parecería que los españoles somos un pueblo condenado al fracaso endémico, a no levantar cabeza y a ser incapaces de edificar una sociedad convalidable con los Estados de derecho modernos.
Hoy, 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional, es un buen momento para recordar que, evidentemente, estamos mal, pero que también tenemos mucho margen para mejorar. Nuestro país ha salido de situaciones mucho peores: hace apenas 70 años estábamos atravesando una devastadora posguerra en medio de la autarquía impuesta por el resto del mundo. Pero la superamos: las clases medias fueron enriqueciéndose conforme crecían la economía, los beneficios empresariales y los salarios. Fue ese clima de prosperidad y paz social el que, años más tarde, nos permitiría acometer una transición limpia y sin fricciones hacia la democracia.
Claro que la democracia que nos dimos tenía sus evidentes limitaciones por cuanto consolidó una casta profesional de políticos que poco a poco fueron blindándose de los escasos mecanismos de control que habíamos previsto en nuestra Carta Magna. Ni separación de poderes ni unas formaciones políticas transparentes y con un funcionamiento democrático ni lealtad institucional por parte de las autonomías hacia el conjunto de los españoles ni libertad efectiva entre los medios de comunicación ni un sistema educativo al servicio de los padres y no del adoctrinamiento político ni una economía arraigada en el libre mercado ni unas relaciones laborales separadas del remozado sindicato vertical, etc.
Los defectos son numerosos y notables: a nadie debería extrañarle, pues, que el país haya colapsado en casi todos los sentidos imaginables. Nuestra arquitectura política contenía el germen de su propia destrucción, de su progresiva podredumbre en manos de nuestros gobernantes. ¿Qué podíamos esperar de unas instituciones en las que el poder ejecutivo controla al legislativo y al judicial? ¿Qué de una economía dominada por sindicatos y caciques regionales? ¿Qué de una unidad nacional convertida en el blanco preferido de nacionalistas y socialistas? Poco o nada: justo lo que hemos recibido.
Por fortuna, aunque nuestros problemas son numerosos, también se encuentran bien acotados. El zapaterismo ha contribuido a exacerbar todas las contradicciones internas del sistema y a ponerlas claramente de manifiesto. Tanto han tensado Zapatero y Rubalcaba la cuerda, tanto han abusado de un régimen cuyos cimientos ya se estaban tambaleando antes de su llegada al poder, que al final todos sus defectos han salido claramente a la luz. Ahora, incluso Bruselas ya nos está inquiriendo que solventemos algunos de nuestros defectos estructurales, como las autonomías o el mercado de trabajo.
Así pues, no caigamos en la desazón. Estamos mal, pero hemos salido de otras situaciones mucho peores; tenemos problemas, pero están bien localizados. En menos de mes y medio se abre una oportunidad de cambio y de regeneración: si no hay sorpresas, el Partido Popular ganará las elecciones con una muy amplia mayoría absoluta que le concederá margen y legitimidad suficientes como para plantear todas las reformas que este país necesita. A buen seguro contará con la oposición activa de la izquierda, del nacionalismo, de los sindicatos y de otros poderes fácticos que salen directamente beneficiados del colapso de nuestra sociedad, pero la sociedad ya está cansada de tanta demagogia estéril.
Y es que nuestro problema no está en España ni tampoco en los españoles. Nuestros problemas proceden de una izquierda que ha ocupado el poder y que lo utiliza en su propio provecho aun a costa de los intereses de España y de los españoles. Hay motivos más que sobrados para que miremos nuestro pasado con orgullo, nuestro presente con un sano escepticismo y nuestro futuro con esperanza. Aprovechemos el día de hoy para exigir la marginación de todos aquellos que han medrado socavando la armónica convivencia de los españoles; aprovechemos para pedir más libertad y más unidad nacional; aprovechemos para reivindicar el país que soñamos y que merece ser España.
En definitiva, aprovechemos para recordar, a las puertas del bicentenario de la Constitución de Cádiz, aquello que rezaba su artículo: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. La izquierda y el nacionalismo patrimonializaron España para nuestra ruina. Es hora de que vuelva a manos de los españoles.
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